domingo, 27 de septiembre de 2015

Das Auto (1. Hibris)

   Algo muy común entre los dictadores es mostrar al mundo cierta imagen de progreso, de bienestar. Ciertamente, parecen decir, las libertades han sido suprimidas, pero la industria avanza. La creación de nuevas necesidades que el régimen puede satisfacer, esperan, hará olvidar a los ciudadanos otras necesidades que ha quedado prohibido satisfacer. Adolf Hitler no escapó a esta tendencia. Desde su llegada al poder, ansiaba la creación de un “automóvil del pueblo”, es decir, de las clases medias, que permitiera a éstas lucir con orgullo sus cadenas de ciudadanos de la nueva Alemania. Como cada una de las (pocas) veces que una idea venía directamente de la cabeza del Führer, no se puso límite alguno para su realización. Poco menos que se llevó a cabo un concurso público de ideas y, al ganador, que, obviamente, sólo pudo ser el mejor ingeniero automovilístico de la época, Ferdinand Porsche, al ganador digo, se le ofreció una ciudad creada de la nada, en la que él, sus empleados y sus máquinas pudieran instalarse con la libertad de quien ocupa una terra nullius. Así nació la Stadt des KdF-Wagens bei Fallersleben (es decir, la ciudad del coche de la fuerza a través de la alegría en Fallersleben), hoy conocida como Wolfsburg. La faraónica tarea de construir una ciudad, una planta de fabricación y, en definitiva, una industria automovilística de la nada, terminó como han terminado todos los “progresos” a los que han dado lugar las dictaduras del mundo, en estafa. Los ingentes gastos de tamaña empresa fueron pagados por el pueblo al que, supuestamente, iban destinados los vehículos, a razón de 5 marcos semanales, a cambio de convertirse en los propietarios del ansiado coche. Lo cierto es que los primeros coches que salieron de Wolfsburg fabricados por los prisioneros del régimen nazi, no fueron al pueblo, sino al frente, pues Porsche reconvirtió el que acabaría siendo su famoso “escarabajo”, en el Kübelwagen, eficaz vehículo todoterreno del ejército alemán. Su genio, no obstante, le permitió tener tiempo para mejorar el Tigre I y el Tigre II, los mejores tanques de la época. En cuanto a lo que quedaba del dinero al finalizar la Segunda Guerra Mundial, se lo llevaron los rusos en concepto de reparaciones de guerra. El pueblo, el pueblo para quien era el auto, tuvo que comprarse su escarabajo, unos 20 años después de lo previsto, pagándolo desde cero.
   Mientras un Ferdinand Porsche, preso en Francia, contribuía al desarrollo del no menos famoso “cuatro caballos” de Citroën, las autoridades de ocupación británicas decidieron que no estaría mal ser ellos quienes les proporcionaran a los alemanes el coche prometido por Hitler. Les infundió ánimos, especialmente, comprobar que el diseño estaba muy alejado de la elegancia de los coches británicos, los cuales, debieron pensar, dominarían pronto el mercado a nivel mundial. Tan confiados estaban que hasta permitieron que la familia Porsche se les volviera a meter por la puerta de atrás en calidad de “empleado”, trago sin duda endulzado porque aquellos que compartían línea familiar con el ahora caído en desgracia genio de la automoción, ostentaban otro apellido, el de Piech, su antiguo abogado y yerno. Así, de una estafa, un cierto olvido y una miopía apabullante, nació una empresa llamada Volkswagen.
   Pero Volkswagen era sólo media historia... y media familia. Otra rama de los Porsche, la que procedía del hijo varón de Ferdinand, no había dejado de poseer nunca la empresa que el padre fundó. Porsche era una empresa rentable y exitosa, con una imagen de marca que muchos hubiesen deseado para sí. No obstante, como ese gemelo al que se le muere su hermano, sentía que le faltaba una mitad. En 2.008 inició una operación disparatada para quedarse con VW, en cifras de la época, una empresa 15 veces mayor. Desde un cierto punto de vista, tuvo, éxito pues llegó a obtener el 50% de la compañía. Otra manera de entender lo que sucedió es que Porsche se endeudó hasta tal punto que dejó de ser viable. El resultado fue que la rama Piech de la familia se quedó con el control de las dos compañías, es decir, VW absorbió Porsche. La herencia del abuelo fue, pues, como Alemania, reunificada y, como la Alemania reunificada, le volvieron a entrar viejas ínfulas hegemónicas. Estaban, en efecto, en posesión de una marca, de una ciudad, de un conglomerado de las mejores empresas automovilísticas de Europa, de una plantilla de trabajadores en una decena de países, de un proyecto que pondría a Alemania a la cabeza del mundo en la fabricación de coches durante mil años... Y fue entonces cuando cayó la hibris sobre Wolfsburg.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Confía en la máquina (2 de 2)

   Hace unos días viví una versión interesante de lo que expliqué en la entrada anterior. Mi padre me convenció de que era un riesgo innecesario tener todo tu dinero en un solo banco, así que heredé una miseria repartida en un montón de cartillas bancarias. Aunque he ido cerrando las que he podido, sigo teniendo más de las que quisiera. Cada cierto tiempo me veo en la obligación de trasladar efectivo de unas a otras antes de que lleguen las facturas. Estaba en una de estas operaciones cuando uno de los billetes que llevaba se atascó en la maquinita que utilizan los empleados de ventanilla para contar las cantidades. Como es habitual, la empleada del banco volvió a pasar el billete una, dos, tres veces, pero la máquina se negaba a contabilizarlo. “No te lo puedo aceptar”, me comunicó. “Me parece estupendo, le dije, pero lo acabo de sacar de la oficina del banco X que está a cincuenta pasos de aquí”. “A mí no me parece falso, pero lo habrán lavado o algo así y la máquina no me lo acepta”, fue su respuesta. Eché cuentas y lo que tenía que venir no era superior a la cantidad que había ingresado aún sin ese billete, así que me conformé. No obstante, volví a la oficina del banco X y tuve la suerte de encontrar la ventanilla de la que había retirado el dinero diez minutos antes vacía y con el mismo empleado a cargo. Le expliqué lo que me había ocurrido y con una sonrisa de confianza me dijo que si su máquina le había dado el billete, el billete era de curso legal. Como prueba, volvió a introducirlo en ella, y, una vez más, lo aceptó sin problemas. “De todos modos, para que no haya líos, te lo cambio en billetes más pequeños”. Así se resolvió todo, pero a mí me dejó con la intriga, ¿qué máquina tenía razón? 
   Si una máquina dice que un billete no vale y otra lo considera válido, ¿cómo se resuelve la contradicción? ¿con otra máquina? ¿cómo sabemos que una máquina no está estropeada? Aún mejor, ¿cómo sabemos qué máquina está equivocada? ¿en base a qué criterios, si no es otra máquina, declaramos sus lecturas incorrectas? Hay una versión que a mí me divierte más de este problema. Vamos al supermercado y, como es habitual en estos tiempos de crisis, hasta los billetes de cinco euros te los pasan por la máquina que los comprueba. La máquina pita. El empleado mira el billete, endereza un pico torcido y vuelve a pasar el billete. La máquina vuelve a pitar. El encargado de la caja mira otra vez el billete, le rasca una punta y ya no se molesta en enderezar nada, lo pasa otra vez. Si la máquina vuelve a pitar, lo seguirá metiendo en ella hasta que, por fin, deje de hacerlo. ¿Cuántas veces hay que pasar un billete por una de estas maquinitas para considerarlo “de curso legal”? Está claro que más de una vez, pero ¿cuántas? ¿tres, cinco, diez? Y si el billete es de curso legal y la máquina no está estropeada, ¿por qué hay que pasarlo más de una vez?
   En una reacción que suele ser muy frecuente, la compañías aéreas insinúan un error humano en cada accidente y los informes de las autoridades aeronáuticas, no se privan de incluirlos como una de las causas de cualquiera de ellos. El mensaje es claro: nuestras aeronaves son seguras, en cambio nuestros pilotos son una caterva de inútiles. Curiosamente, este mensaje suena tranquilizador a nuestros oídos. Si podemos confiar en la máquina no hay nada que temer. Estamos acostumbrados a desconfiar de las personas, en cambio las máquinas, ellas sí que son fiables. Carecen de emociones, de intenciones, de gustos, son imparciales y, en consecuencia, nunca se equivocan. Su dictamen será, por tanto, justo en cualquier caso. Semejante razonamiento, tan típico y comprensible, es disparatado porque se están confundiendo dos cosas muy diferentes. En efecto, una máquina, digamos un tubo Pitot, un ordenador o un lector de tarjetas, es la materialización de una serie de fórmulas matemáticas, es decir, un diseño, perfecto y aséptico en una pizarra. Lo que no suele entenderse es que no es ésa la máquina con la que vamos a tratar nunca. Vamos a tratar con máquinas que no son el producto de ningún diseño pues tienen que habérselas con el polvo, la suciedad y sus propias distorsiones causadas por el calor que ella emite, entre otras cosas. Confiar en que esa máquina no se va a equivocar, es una versión más de confiar en que el futuro será exactamente igual que el pasado, algo a lo que estamos acostumbrados aunque sea improbable.
   Por eso, porque nos negamos a entender que una máquina es un dispositivo tan sometido al tiempo y a las circunstancias como nuestras articulaciones si no más, siempre introducimos la idea del “error humano”, de que la máquina, la máquina ideal, nunca se equivoca y que, por tanto, debe haber sido un ser humano y no la máquina real, la que ha cometido el error. Es cierto que los seres humanos somos fuentes de errores sin fin. Es cierto que perdemos el sentido del riesgo y cometemos disparates. Es cierto que buena parte de nuestros errores vienen de no tener en cuenta los datos que nos ofrecen las máquinas. Pero también hay muchos errores que provienen de seguir fielmente sus indicaciones o, al menos, de creer que se están siguiendo fielmente. El problema está en que vamos hacia un mundo en el cual ni siquiera las más triviales de nuestras decisiones van a llevarse a cabo sin la intervención de máquinas. No es que hayamos creado máquinas que asesoran a los sujetos en cada paso de su vida, es que hemos creado sujetos que no son capaces de dar un paso en sus vidas sin la ayuda de una máquina. El caso de los coches sin conductor son un ejemplo muy claro. Si hemos de creer a los expertos, están al borde mismo del mercado. Ya no será el transporte aéreo, cada uno de nosotros se verá confrontado a una situación en la que delegará en una máquina llegar sano y salvo a su destino cotidiano. Nos acostumbraremos a ello, hasta que llegue el día en que una mala lectura de los datos nos conduzca a un desastre que nunca entenderemos por qué se produjo y que, tal vez, de recuperarse la caja negra de nuestro vehículo, pueda evitarse que se reproduzca en un futuro próximo. Pero hay un panorama aún más aterrador, ¿qué ocurrirá el día en que uno de estos errores se produzca en el núcleo de una máquina que está aprendiendo por sí misma?

Confía en la máquina (1 de 2)

   El 31 de mayo de 2009, a las 19:29 hora local, despegó del aeropuerto de Galeão, en Río de Janeiro, el vuelo 447 de Air France con 216 pasajeros y 12 tripulantes a bordo. Se trataba de un Airbus 330-203, el orgullo de la casa, que, habitualmente, es gestionado por un piloto y un copiloto. No obstante, el aparato realizaría un trayecto de más de diez horas hasta llegar a París, por lo que contaba con un copiloto adicional, de acuerdo con la costumbre en vuelos tan largos. A la 01:49, ya del 1 de junio, la nave abandonó la zona de control por radar de Brasil y se dispuso a atravesar el Atlántico. Apenas diez minutos después el capitán pasó los mandos a uno de los copilotos y se fue a descansar. A las 02:06 se le comunicó al personal de cabina la entrada en un área de turbulencias que, en realidad, eran dos frentes sucesivos de mal tiempo en plena Zona de Convergencia Intertropical. Pasados cuatro minutos, el piloto automático se desconectó y los dos copilotos tuvieron que afrontar la situación pilotando manualmente la aeronave. De acuerdo con su entrenamiento, decidieron sortear la tormenta ascendiendo. Lograron llegar hasta los 38.000 pies, pero, a partir de ese momento, el avión entró en pérdida, cayendo a una velocidad de 10.000 pies por minuto, hasta estrellarse en pleno Atlántico, siempre con el morro hacia arriba y los motores a plena potencia.
   Aunque no se tardó más que unos días en hallar el lugar del impacto, la profundidad del mar en ese punto y la complicada orografía submarina retrasó el hallazgo de las cajas negras dos años. La hipótesis que introdujo la ulterior investigación y comúnmente aceptada es que un error en los instrumentos, seguido del consiguiente error humano, provocó la catástrofe, de hecho, la mayor de Air France y una de las mayores que ha tenido que afrontar la empresa Airbus. Al parecer, una primera borrasca había ocultado al radar meteorológico del avión la magnitud del frente tormentoso que les aguardaba. Eso explicaría por qué no se cambió el plan de vuelo buscando condiciones atmosféricas más favorables. El aparato se encontró con una sucesión de corrientes de aire frías y cálidas que oscilaban entre los -40º y los 23ºC. Una de esas corrientes habría helado los tubos Pitot, es decir, los sensores de presión que proporcionan a la computadora de a bordo los datos para calcular la velocidad de la nave. Recibiendo datos contradictorios el ordenador desconectó el piloto automático, entregándole el control a dos copilotos que carecían de lecturas adecuadas acerca de lo que estaba sucediendo. Probablemente el avión fue succionado por una corriente de aire cálido, es decir, tenue, que provoca una pérdida de impulsión por parte de los motores, mientras trataba de ascender elevando el morro. Los pilotos debieron verse atrapados en una paradoja letal pues el instrumental les indicaba que iban a la velocidad y en la posición adecuada para ascender, pero la nave perdía altitud. Sin ser capaces de comprender lo que estaba ocurriendo y sin llegar en ningún momento a dudar de las máquinas en las que confiaban ciegamente, fueron incapaces de hallar una solución y el aparato se precipitó al mar.
   Vamos con otra historia menos trágica. Desde que Lotus desapareció del mercado, Excel se ha convertido en una hoja de cálculos omnipresente. No es fácil de programar ni siquiera para tareas elementales. Cuando hay muchas manos trabajando en ella en pasadas sucesivas los errores son inevitables. Entre el 75 y el 88% de todas las hojas de cálculo que se utilizan en el mundo contienen errores. Teniendo en cuenta que sus resultados se utilizan para la toma de decisiones a todos los niveles de la economía, el dato es escalofriante. Sin embargo, no es la única fuente de errores que introduce Excel. En septiembre de 2007, Microsoft reconoció que su hoja de cálculo  tenía 12 números que causaban “problemas”. Si uno multiplicaba, por ejemplo, 77,1 por 850, la casilla correspondiente de Excel devolvía 100.000... ¿Es la cifra correcta? ¿Tendría la amabilidad de comprobarlo?
   ¿Ya lo ha hecho? ¿Es 100.000 el resultado de esa multiplicación? No, ¿verdad? Es 65535, uno de los números con los que Excel tenía problemas. Bien, pero, ¿se da cuenta de lo que ha hecho? ¿Ha tomado un papel y un lápiz y ha calculado? Lo más probable es que haya tomado una calculadora para hacerlo o haya recurrido al móvil, es decir, ha usado una máquina para comprobar cómo funciona otra máquina. O, dicho de otro modo, saber que una máquina incurre en errores no le ha hecho perder confianza en ellas, Ud. sigue confiando en que una máquina le dé la respuesta correcta, como hicieron los pilotos del vuelo AF447. 
   Microsoft siempre ha sostenido que, en realidad, el error era de lo que se mostraba en pantalla, no del programa, pues en la celda “estaba” el valor correcto aunque se mostrase uno erróneo. Si se multiplicaba el contenido de la celda por dos, aparecía, en efecto, el doble de 65535. Dicho de otro modo, era un error para nosotros, no en sí. Habría, pues, un mundo virtual en el que la máquina no comete errores y un mundo real, en el que nosotros y no la máquina, cometemos errores. Si estamos hablando de una hoja de cálculo que ha de ser revisada por un ser humano, los doce números en los que incurrían en error algunas versiones de Excel 2007 no eran gran cosa. Es fácil notar que 77,1 por 850 no puede dar tantos ceros. Pero si se trata de una hoja cuya finalidad era ser volcada en un programa para tomar decisiones en bolsa, la cosa toma otro cariz, aunque, en este caso, según Microsoft, no existiría el error. 
   Pero no se trata sólo de los doce números de 2007. Si se realiza la sucesión de operaciones: 21,86 + 3,93 -3,28, Excel le devolverá el valor 22,52, en lugar del correcto, 22,51. Aquí el error es mucho más sutil y aunque haya un ojo humano supervisando las operaciones, difícilmente lo hallará. Aunque minúsculo para el usuario común, la diferencia entre 22,52 y 22,51 en una jornada de bolsa puede ser la euforia o el pánico. Para llegar al valor correcto hay que entrar en las opciones avanzadas y marcar la casilla “establecer precisión de pantalla” algo fácil de hacer... si previamente ha descubierto el error y, una vez más, resulta muy poco probable que se halle el error sin la ayuda de otra máquina.  

domingo, 6 de septiembre de 2015

Siria, palabra e imagen

   Hubo una época en que los seres humanos se reunían alrededor de un fuego y las narraciones de los ancianos trasmitían los conocimientos y significados que daban cohesión al grupo. Hubo una época en que los caracteres permitían viajar en el espacio y el tiempo y quienes los dibujaban no tenían que explicar de qué color era el pelo de Cenicienta, ni cuántas torres tenía el castillo de la Bella Durmiente, ni cómo era el calzado de los marcianos, ni la marca de móviles que usaban los reporteros de investigación, ni el tipo de bebida alcohólica con la que empapaban sus discursos. El escritor no pretendía forjar imágenes, era simple guía de un mundo desconocido sobre el que iba trazando, junto con el lector, mapas sucesivos. Había complicidad entre ambos. La escritura dejaba amplios territorios sin cartografiar para que el lector tuviese un papel activo, rellenándolos con su imaginación. La narración era producto y, a la vez, ajena a los dos, una continua re-creación. Hubo una época en la que se rodaban escenas de tórrido erotismo sin necesidad de enseñar actores o actrices desnudos. Hubo una época en que palabras como “libertad”, “democracia”, “justicia”, tenían un significado intrínseco, que no dependía del uso que imponían los políticos de turno ni sus esbirros en los medios de comunicación. Esa época periclitó hace tiempo.
   Hoy día las palabras no significan nada por sí mismas, ni siquiera tienen una grafía fija y estable. Su uso correcto es el uso de la mayoría, su significado exacto es el que dictaminan las masas, es decir, quienes le dicen a las masas qué es lo que tienen que significar las palabras. Todo se ha vuelto abstracto, vaporoso, tenue, relativo. Uno oye hablar de “guerra civil”, “exterminio”, “ataques a la población civil” y parece un conjunto de ideas tan lejano y confuso como las esferas de cuatro dimensiones. Nadie es capaz de imaginar los cadáveres achicharrados en las aceras, las mujeres embarazadas muertas a balazos, ni los fetos ahogados en su propia sangre antes de nacer. Siria parece lejana, Palmira parece lejana, todo lo que se dice, se cuenta, se narra, parece tan, tan lejano, tan relativo...
   Hoy día sólo la imagen cuenta. Depende de un punto de vista, de un encuadre, de la iluminación, pero es nuestro Absoluto. Por eso vivimos en la era de las injusticias, porque la justicia es esquiva a las imágenes. Por eso la democracia es un vago recuerdo, porque no hay modo de fotografiarla. Por eso cada mañana hay una fila nueva de barrotes en nuestras celdas, porque no hay manera de grabar la libertad. Por eso la fotografía de un niño muerto ha conmocionado nuestras hipócritas mentes europeas de un modo que no lo han hecho los relatos acerca de los 11.000 niños muertos fuera de plano en lo que lleva su país de guerra civil.
   Nos contaron que la gente, la gente como Ud. o como yo, se había hartado de dos generaciones de dictadorzuelos sanguinarios y se habían levantado contra el gobierno. Pero no eran europeos, así que no hicimos nada por ayudarles. Nos contaron que el régimen se descomponía pues los ciudadanos querían tomar las riendas de sus destinos, como en Tunez, como en Libia, como en Egipto, como en España y recientemente en Guatemala. Pero no eran cristianos, así que nos contentamos con desearles suerte. Nos contaron que estalló una guerra civil y que la oposición laica nos pidió armas, dinero, apoyo. Tenían ciudades milenarias, tenían una historia abrumadora tras de sí, tenían cultura, pero no tenían retornos que ofrecer a nuestras empresas, pues ya hacen negocios allí, así que nos encogimos de hombros. Nos contaron que llegaron otros con dinero, con armas, con mucho y muy buen apoyo para unos y para los otros, que la oposición se llenó de barbudos alucinados dispuestos a arremeter contra cualquiera, que el régimen recuperó la iniciativa gracias a sus aliados de Hezbolá, que los kurdos tuvieron que luchar por su supervivencia como han tenido que hacer tantas veces, que el conflicto se volvió una locura infernal en la que todos atacaban y eran atacados por todos, una guerra de desgaste sin fin en la que el único acuerdo era infligir un castigo ilimitado a la población civil. Pero nosotros miramos hacia otra parte y construimos grandes muros para proteger nuestras fronteras, muros que hicieran jugarse la vida a cualquier que quisiera venir a molestarnos con los relatos del peligro que corrían sus hijos, de los amigos y familiares que habían perdido, de los recuerdos de algo tan lejano, tan abstracto, tan irreal.
   Ahora las imágenes nos asaltan. Ahora tenemos fotografías de muertos en las playas, vídeos de estaciones de tren llenas de refugiados, entrevistas en los albergues con familias más o menos mutiladas y nuestros dirigentes se reparten el horror como quien reparte cromos. Ahora las imágenes hacen que todo parezca muy cercano. Ahora las imágenes nos dicen que todo está aquí. Pudimos escapar a las narraciones, pudimos hacer oídos sordos a los testimonios, pudimos ignorar el significado de las palabras. Como buenos hijos de esta época no podemos dejar de mirar las imágenes, no podemos escapar a su fascinación, no podemos dejar de sentir las emociones que ellas nos imponen. Y nuestros dirigentes, nuestros dirigentes tienen también que cuidar... su imagen. Seguro que ya se han forjado una imagen de cómo ha de ser el futuro, la imagen de un Bashar al-Asad triunfante, cerrando las fronteras a sangre y fuego. Mientras tanto cuál pueda ser el referente de palabras como “paz”, “paz en Siria”, paz sin tiranos para que los ciudadanos puedan tener una esperanza en su propio país, para que la paz en Líbano carezca de amenazas, para que gente como Bibi Netanyahu no tengan excusas para existir, sigue siendo abstracto, tenue, vacío.

domingo, 30 de agosto de 2015

El nuevo biopoder (5)

   En 1999, E. Laumann, A. Paik y R. Rosen, publicaron “Sexual disfunction in the United States, prevalence and predictions”, en el Journal of the American Medical Asociation. En él se señalaba que hasta un 43% de las mujeres del estudio en cuestión habían respondido afirmativamente alguna de siete cuestiones del tipo de si durante al menos un mes en el último año habían perdido el apetito sexual, se habían sentido angustiadas por su respuesta sexual o habían tenido dificultades con la lubricación. Bajo ningún concepto los autores proponían que una mujer que durante un mes no ha tenido apetito sexual, sin mostrar ningún otro trastorno, podía considerarse víctima de síndrome alguno. Pese a ello, la industria farmacéutica se encargó de que 1999 y este artículo en concreto se convirtiese en el acta de nacimiento de la “disfunción sexual femenina”, “padecida por hasta el 43% de las mujeres americanas”. Recordemos, Viagra®, Levitra®, Cialis® diario, eran pastillas dirigidas a hombres. El machismo, la mojigatería de los médicos, había ocultado durante siglos la existencia de problemas en la respuesta sexual femenina. Desde 2004, la industria farmacéutica viene luchando ferozmente por conseguir la justa igualdad de géneros o, dicho de otro modo, que los hombres tomasen diariamente una pastilla para obtener una erección era conformarse con la mitad del mercado, había que conseguir que todo el mundo tomase su correspondiente pastillita para tener el sexo deseable.
   El nuevo milagro, el nuevo milagro que permitirá a las mujeres ser femeninas para siempre, se llama Addyi® y viene con todos los pasos, que su análogo masculino realizó penosamente, ya dados. Dicho de otro modo, no es una píldora recreativa, es de uso diario. Combatirá los efectos de la falta de apetito sexual en los albores de la menopausia, pero, casualmente, hay que empezar a administrarlo antes. ¿Cuánto tiempo antes? Bueno, se ha empezado a comentar que “algunas mujeres” sienten los primeros efectos de la crisis en el deseo ¡a los 20 años! No es sólo un milagro, también es un logro. La FDA, la agencia norteamericana encargada de la aprobación de medicamentos, había rechazado su aprobación dos veces. Hay quienes justifican tal rechazo porque las conclusiones de los estudios clínicos llevados a cabo indican que las mujeres reportan un "ligero incremento de eventos sexualmente satisfactorios". A cambio ya se han detectado efectos secundarios como nauseas, mareos y fatiga y es incompatible con el uso de antimicóticos, por lo que no sólo las mujeres serán sexualmente más activas, sus hongos también. Dicho de otro modo, todo son ventajas: habrá que desarrollar nuevos agentes antifúngicos y las consumidoras de Addyi® tendrán que habituarse a la ingesta habitual de otros medicamentos para combatir sus efectos secundarios. No obstante, diferentes asociaciones feministas, cuya financiación sería fácilmente rastreable, han acusado a la FDA de exigir más pruebas para aprobar fármacos dirigidos a mujeres de las exigidas a los fármacos dirigidos a hombres, lo cual no sabría yo decir si es un sesgo machista o feminista.
   Hubo una época en la que Thomas Szasz acusaba a la medicina de imponernos regulaciones sobre nuestro cuerpo y de intentar salvaguardarlo incluso contra nuestra voluntad. El propio concepto de biopoder creado por Michel Foucault hace referencia al modo en que nuestro cuerpo es administrado por un poder absorbente, que se infiltra en él para dominarlo. La moderna industria farmacéutica ha ido mucho más allá. Hace décadas que abandonó nuestros cuerpos para infiltrarse en nuestras mentes, en nuestro modo de pensar y de pensarnos. La enfermedad ya no es un estado, es una definición, una definición tan arbitraria y convencional como cualquier otra y que puede moverse para un lado u otro dependiendo de cuántos millones de individuos vayan a caer bajo ella, es decir, de cuánto vayan a aumentar los beneficios. Las relaciones causales se podan, la complejidad de los organismos vivos se moleculariza y ya nada puede ser resultado de la actuación de una multiplicidad de causas. Todo tiene su causa determinante, su causa química, reproducible en una probeta. Y la magia se ha obrado: cualquier cosa puede ser una enfermedad, la caída del cabello, la edad, la atención, cualquier cosa es asumible como enfermedad si se la define adecuadamente, si se la libera de las complejidades de la realidad y se la reduce a su determinante químico. El caso del deseo es característico. No lo provoca la ausencia de la cosa deseada, ni en ansia de poseer, ni el arrebato, ni la pasión. El deseo, como la atención, como la hipertensión, viene causado por un proceso químico que, como todo proceso químico, puede ser aumentado o disminuido a voluntad por el aditamento de las sustancias oportunas. Un ser humano no pasa de ser una probeta, una Thermomix® en la que cualquier comportamiento puede ser cocinado si se tiene la receta adecuada y se echan los ingredientes en el orden oportuno. Y el sexo, el sexo, por fin, es un producto más del mercado, encapsulado, empaquetado y adecuadamente dosificado como los esquemas mentales que nos hacen ver todo esto como algo lógico, natural, aún más, científico. Si alguna vez una vida sana consistió en una vida libre de enfermedades, hoy día una vida sana consiste en una vida en la que podamos tomarnos todas las pastillas a las que tenemos derecho porque está claro que, en nuestras sociedades, la enfermedad no es algo que acontezca a los seres vivos y de lo cual podamos librarnos, nuestra vida es una enfermedad... crónica.   

domingo, 23 de agosto de 2015

El nuevo biopoder (4)

   Los últimos cincuenta años de la industria farmacéutica están llenos de historias que merecen la pena ser contadas y ésta, que ha llegado a su culminación esta semana, es una de ellas. Como es sabido, entre las principales causas de muerte en los países occidentales están los accidentes cardiovasculares. Es síntoma de la naturaleza de nuestras sociedades pues se trata de enfermedades casi desconocidas en los países no desarrollados. Esencialmente ni la hipertensión ni los ataques cardíacos existen en las sociedades centradas en la agricultura o el pastoreo. Como tal síntoma, debía haber sido función de la medicina atacar la causa de tales enfermedades, es decir, nuestro disparatado ritmo de vida. El higienismo debía haber llevado a promover leyes que prohibieran el estrés en el trabajo, la amenaza del paro o la falta de sueño. En lugar de ello, la industria farmacéutica se ha volcado en fabricar píldoras que nos permitan vivir, empastillados, por supuesto, nuestras frenéticas e insalubles vidas. Uno de estos fármacos fue el citrato de sildenafilo. El problema es que, después de haber invertido una ingente suma de dinero en su desarrollo, cuando llegó a la fase de los ensayos clínicos, sus efectos en los humanos demostraron no ser los esperados. De hecho, más que prevenir la angina de pecho, el citrato de sildenafilo causaba infartos, de corazón y cerebrales. En lugar de tirar todo el proyecto a la basura, la casa matriz que estaba desarrollando la patente, Pfizer, decidió aprovechar uno de sus efectos secundarios para lanzarlo al mercado, algo en absoluto inusual en el campo del que estamos hablando. Y es que una serie de pacientes de las pruebas de control habían reportado frecuentes erecciones durante el tratamiento. 
   El giro en la estrategia para lanzar al mercado el nuevo producto estaba lleno de obstáculos. En primer lugar, el público objetivo hacia el que iba dirigido era un porcentaje extremadamente pequeño de la población. La disfunción eréctil se convierte en un problema habitual entre varones que alcanzan una edad en la que, desde luego, no constituye su principal preocupación. Por otra parte, los primeros ensayos clínicos mostraban claramente que sólo constituía una ayuda en el caso de que los problemas de disfunción eréctil tuvieran una base física y su porcentaje de éxito, en el mejor de los casos, no podía decirse que alcanzara el 60%. Teniendo en cuenta que hasta un 25% de los varones mejoran la calidad de sus erecciones tomando un placebo, no era gran cosa. Lo que hizo Pfizer fue, en primer lugar, promover un cambio en la definición de disfunción eréctil que, en la práctica, incluye ahora cualquier varón que en alguna situación, no importa cómo de extrema, haya tenido problemas para conseguir o mantener una erección. Esto ampliaba un poco el mercado, pero, claro, no era bastante. Para ensancharlo un poco más se promocionó una tasa de éxito del 80%, absolutamente exagerada. Finalmente, se ligó su publicidad en EE.UU. a todo tipo de acontecimientos deportivos, intentando cautivar a un público menor de 40 años que, desde un punto de vista estrictamente médico, difícilmente, podría tener algo calificable de “disfunción eréctil”. Así nació un fenómeno llamado Viagra®.
   Viagra® se ha convertido en el complemento habitual de los jóvenes europeos para culminar las noches de los fines de semana sin problemas después de haber ingerido notables dosis de alcohol y ello pese a que en Europa se supone que sólo se vende bajo receta médica. Aunque a Pfizer no le gusta reconocerlo, es un medicamento ligado a un estilo de vida. El motivo por el que a Pfizer no le gusta reconocerlo es porque éste ha sido su gran fracaso. En efecto, ¿cuántas pastillas va a tomar un consumidor medio de Viagra® al año? ¿25, 50, 100 quizás? ¿Se dan cuenta? Apenas es la tercera parte del dinero que se le podría sacar. Desde luego a Pfizer, Viagra® le reportó, hasta la caducidad de su patente en 2013, un tsunami de ingresos... pero no lo suficientemente grande desde el punto de vista de la industria farmacéutica. Por eso, mientras la lepra seguía existiendo en el mundo, un laboratorio desarrolló Cialis®. Cialis® no hace nada diferente de lo que hacía Viagra®, tampoco lo hace mejor, eso sí, lo hace durante más tiempo. La duración de sus efectos se prolonga hasta 36 horas. Pero el objetivo de la empresa que lo comercializó, Eli Lilly, era más amplio, su objetivo se llamaba Cialis diario. A diferencia de Viagra® o de Levitra®, Cialis® puede ingerirse diariamente para conseguir efectos que duren hasta un mes después de finalizado el tratamiento. De modo que ya tenemos a cualquier hombre que en alguna ocasión haya tenido algún problema de erección tomando una pastilla diaria. Obviamente no era bastante...

domingo, 16 de agosto de 2015

Homunculando Intensamente (2 de 2)

   La segunda tópica no le salió mucho mejor a Freud. Pretendiendo acabar con los homúnculos lo que hizo fue multiplicarlos. Mi Yo quedaba ahora controlado por el homúnculo Ello y el homúnculo Superyó, pero ahí no para la cosa. Resulta que, además, las tres instancias, Yo, Ello y Superyó, tenían sus partes conscientes y sus partes inconscientes, con lo que, una vez más, los pequeños homúnculos que me dominan tienen en su interior homúnculos más pequeños. Por si fuera poco, Freud dotó a estos homúnculos de un aspecto siniestro y describe al Yo como una pobre bestia entre dos (es decir, cinco) amos despiadados. Por más que revistiera esta tópica de ropajes míticos, resultaba aún más coja que la anterior y Freud acabó por abandonarla buscando, por fin, alguna explicación de la psique humana libre de homúnculos. En su última etapa, entendió las acciones de los seres humanos como el producto de dos fuerzas impersonales que los dominan, eros y tánatos. Que esta explicación era bastante buena lo demuestra el hecho de que, a diferencia de las anteriores, explica bastantes menos cosas, pero, ¡ay! era demasiado tarde, Freud había contribuido ya decisivamente a un modo de entendernos tan disparatado como popular. Y es que, después de Freud, no ha habido manera de sacar a los homúnculos de nuestras cabezas. Vemos porque hay un homúnculo cómodamente sentado en su sofá, que observa lo que el cerebro proyecta en una pantalla. Leemos porque hay unos homúnculos que van reconociendo las palabras. Oímos porque pequeños homúnculos analizan lo que se nos va diciendo. Por supuesto, como buenos homúnculos, todos ellos están dotados de humor, intereses y aficiones que orientan nuestra atención hacia determinadas cosas que vemos, oímos o leemos. Aún mejor, si soy como soy es por culpa de unos homúnculos todavía más pequeños situados en mis células, dotados de caracteres tales como la inteligencia, la homosexualidad o la violencia, que me determinan a ser como soy. La idea de que todos estos factores de mi personalidad y operaciones de mi mente sean, en realidad, producto de la interacción de unidades que trabajan en paralelo (es decir, formando sistemas no lineales) mediante la descomposición de la información en unidades mínimas ellas mismas carentes de significado, le resulta a la mayoría de psicólogos, a la totalidad de filósofos y al común de los mortales tan ajena como el clima de Alfa Centauri Bb. El significado tiene que venir del significado, el sentido del sentido y las reacciones humanas de pequeños hombrecillos. ¿Para qué intentar explicar las cosas de modo correcto si se las puede explicar de modo simplista?
   Como digo, el resultado de las “explicaciones” homunculadoras es un modo de entender al ser humano absurdo y pueril, es decir, determinista. No es casualidad que en todos y cada uno de los ejemplos que aduce Daniel Dennett, no ya en sus libros dedicados al determinismo, incluso en La conciencia explicada, sistemáticamente se nos induzca a pensar que tenemos la cabeza llena de homúnculos. Los propios ejemplos “de tipo Frankfurt”, consisten, una y otra vez, en meter un homúnculo en nuestros cerebros. Es obvio que si hay un homúnculo que me guía, “yo” no soy libre, lo cual lleva a la ridícula idea de que si consiguiéramos arrancar a ese homúnculo de mi cerebro, sí sería libre. Dicho de otro modo si mi carácter me determina, arranquemos mi carácter de “mí” y seré libre. O si lo quieren se lo expreso de un modo más gráfico, el compatibilismo contemporáneo plantea que el camino hacia la libertad pasa por la lobotomía.
   Cuento todo esto porque el gran éxito cinematográfico del verano es Intensamente (Inside Out), una producción de la Pixar al servicio de Disney. El objetivo último de la película no es otro que convencer a los niños en su más tierna infancia de que tienen la cabeza llena de homúnculos de todos los colores y tamaños, no vaya a ser que de mayores puedan llegar a entenderse a sí mismos de un modo diferente a como plantea el más radical determinismo. El comportamiento de la niña protagonista queda en manos de cinco personajillos encargados de pulsar lo botones de una consola que parece diseñada por el propio Dennett. Aunque cada uno de los personajes dice representar una emoción básica, lo cierto es que todos ellos están dotados de personalidad completa, siendo, en realidad, prototipos caracteriólogios, homúnculos en la más pura tradición de Paracelso. La enjundia de la película consiste en saber qué va a hacer la niña o, lo que viene a ser sinónimo, qué personajes se van a quedar a cargo de la consola. Por si hubiese alguna duda, se nos aclara que no es el caso de los niños en situaciones traumáticas, también los adultos están dominados por los homúnculos que tienen a cargo su consola y no se deja escapar la oportunidad para aclararnos que un ser humano no funciona de modo distinto a un perro o un gato, con sus propios “gatúnculos” dentro del cerebro. La parte más terrorífica es que la película dice haber sido asesorada por un grupo de “expertos”, lo cual permite anunciarla como un instrumento para ayudar a que los niños entiendan el funcionamiento de sus emociones. Su propósito expreso no es entretener, es formar mentes. Los “expertos” no han desaprovechado la ocasión para sacar cabeza en las columnas de los periódicos y promocionarse mientras promocionan una película que, sin duda, les reportará nuevos clientes. No es difícil imaginar que los padres, tras el paso por taquilla o por algún programa de descarga, aprovecharán los homúnculos tan perfectamente caracterizados en el film para explicarles a sus hijos las raíces últimas de su comportamiento, es decir, para que aprendan a entenderse a sí mismos del modo en que se quiere que nos entendamos todos y que conducirá a esta generación a considerar que la libertad es la exótica invención de algún homúnculo alucinado.