domingo, 18 de octubre de 2015

Para una filosofía de la enfermedad (1 de 2)

   De l’Éthique de Spinoza à l’éthique medicale, es un libro publicado en 2011 por Éric Delassus con la intención de mostrar de qué modo los planteamientos de Spinoza pueden ayudar a crear un nuevo marco ético para la enfermedad. El intento es, desde luego, proteico y no es de extrañar que Delassus haya buscado la solidez de un sistema filosófico ya constituido para emprenderlo. Se trata, en efecto, de orientar al paciente sobre cómo debe entender la enfermedad sobrevenida, se trata de buscar los principios básicos que deben fundamentar la relación con su médico y se trata, entre otras cosas, de comprender en qué consiste la praxis médica. Que alguien haya tenido el valor de sacar la filosofía de la bonita torre de marfil en la que fue enclaustrada durante el siglo XX y volver a hacer de ella lo que siempre fue, una guía para la vida, es algo que no puede merecer otra cosa que nuestro encendido aplauso. Por si fuera poco, Delassus deja claro que, tal y como lo vive el enfermo, su cuerpo y su enfermedad son, ante todo, ideas con las que tiene que habérselas, destaca que la enfermedad es resultado de (y agente productor de) una historia en trance de hacerse y que, por tanto, considerar al paciente un número más en una estadística es resultado de una praxis médica castradora. Incluso halla valor y apoyos para oponerse al aplauso general que las leyes sobre la eutanasia provocan en cierta intelligentsia más preocupada por parecer progresista que interesada en conocer el género de progreso que están promoviendo.
   Desgraciadamente, ya se han enumerado todos los méritos de este libro. Y lo peor no es que el proyecto fuese demasiado ambicioso, lo peor es que resulta demasiado ambicioso para los presupuestos de los cuales parte. En efecto, por más que Delassus se empeñe en ello, el hecho de utilizar la filosofía de Spinoza no deja de parecer una decisión arbitraria. El “Spinoza” de Delassus es, en realidad, una filosofía determinista y, en consecuencia, un ideal de sabiduría entendida como el abandono de la búsqueda del sentido y del punto de vista del sujeto individual para centrarse en la totalidad de la naturaleza. Cuando se intenta ir un poco más allá e implicar otras ideas “de Spinoza” como la noción de conatus, Delassus topa rápidamente con una serie de límites que le llevan a reformular las nociones espinocistas hasta hacerlas difícilmente reconciliables con el filósofo de holandés. Llegados a este punto uno se pregunta qué necesidad había de acudir a Spinoza y qué se hubiese perdido apelando a los estoicos, en los que aquél se inspiró para todos los temas de los que Delassus saca provecho. Con todo, no es el peor problema del libro.
   Si bien es en el pensamiento francés en el que con más insistencia se ha tratado el tema de la medicina, existe en él un curioso desenfoque del que este libro es un ejemplo más. “Medicina” para los filósofos franceses parece significar “lo que se hace en los hospitales y en las facultades dedicadas a dicha disciplina”. Si hemos de atender al consumo de medicamentos, esta “medicina” ocupa actualmente menos del 30% de la praxis médica. De hecho, la tendencia es a volver puntual, casi instantáneo, el paso del paciente por los hospitales. Este desenfoque origina otro, a veces irónico y a veces sarcástico, el de considerar que la medicina tiene por objetivo acabar con la causa de las enfermedades (pág. 126). Si hemos de tomar al pie de la letra tal definición, se convertiría en un higienismo que ya Foucault criticó por devenir uno de los instrumentos del poder para penetrar los intersticios de la vida social. Así que sólo queda la otra opción, añadir el adjetivo “inmediatas” a las causas sobre las que debe actuar la medicina. El estrés, la contaminación, la proliferación de agentes químicos cuyo efecto a medio y largo plazo sobre el organismo humano es desconocido y, lo que es aún mejor, la ingesta habitual de medicamentos con todo género de efectos secundraios, deben ser adecuadamente alejadas de cualquier intervención médica y colocadas en una tierra de nadie sobre la que ninguna ciencia y, mucho menos, ningún poder político, debe ser competente. Pretender, por tanto, que la medicina cura o, todavía mejor, sacar del hecho de que para los pacientes la enfermedad es algo vivido, es decir, pensado y percibido, la conclusión de que “c’est tout d’abord le malade qui définit la maladie en fonction de ce qu’il ressent” (págs. 179-80), es, como digo, cruel sarcasmo. La enfermedad la definen los mismos que se aseguran de que los médicos no puedan curarla para que no les estropeen el negocio y que, sin duda, habrán aplaudido la aparición de este libro porque escamotea vilmente una de las cuestiones centrales de cualquier cosa que quiera llamarse hoy día una ética médica o, de un modo más amplio, una filosofía de la enfermedad, a saber, si hay ya argumentos éticos más que suficientes para prohibir que las empresas farmacéuticas sigan existiendo.

domingo, 11 de octubre de 2015

Das Auto (y 3. Vendiendo la plaga)

   Decíamos en la entrada anterior que los gobiernos europeos, democráticamente elegidos, piensan única y exclusivamente, en lo que es mejor para sus electores, sin parar mientes en lo que puedan decir u opinar grandes corporaciones industriales o países más poderosos. Un caso palmario lo tenemos en nuestro queridísssssssimo y amadísssssssssimo Sr. Presidente del gobierno, Don Tancredo. Su primera reacción al conocer el escándalo no ha sido clamar por los ciudadanos españoles estafados, no ha recordado todas las personas que han enfermado por culpa de las emisiones contaminantes ni la riada de dinero que se gasta el Estado en su atención. Lo primero que ha dicho es que espera que todo este escándalo no perjudique las planeadas inversiones de VW en España. Unos días después, nuestro ministro de industria, el Sr. Soria ha tenido a bien leer ante los medios de comunicación una nota de prensa redactada en Wolfsburgo en la que se dice que, pese a que los coches de la empresa alemana han contaminado entre 20 y 40 veces más de lo permitido, no existe fundamento alguno para exigirle la devolución de las ayudas que recibió por rebajar las emisiones contaminantes. Ya hemos explicado que en España pedir responsabilidades está mal visto. Uno empieza pidiendo la cabeza de quienes han organizado un complot mafioso y, como se lo deje, puede acabar pidiendo la cabeza de los políticos que nombraron a los directivos de las cajas de ahorros que nos metieron en el foso de la crisis. En Alemania las cosas son diferentes. Un alto ejecutivo monta un chiringuito para estafar a sus clientes y, cuarenta y ocho horas después de salir en la prensa el escándalo, se le obliga a dimitir... e irse a disfrutar tranquilamente de su multimillonaria pensión vitalicia. Pero no se trata de gobiernos cuyos miembros piensan en su futuro profesional cuando abandonen el poder antes que en sus gobernados, no se trata de empresas que usan el ecologismo para vender, se trata de algo más.
   En el coche se anudan tres características de nuestra civilización: imagen, consumo y viaje. Puede decirse que el coche aumenta el radio de acción de nuestros desplazamientos, pero lo que realmente hace es crear unos sujetos que no entienden su vida si no es como un continuo éxodo. Ciertamente, nuestra especie es viajera. No hemos dejado de explorar nuevos territorios desde que aparecimos sobre la faz de la tierra. Salimos de África, nos expandimos por Europa y Asia y realizamos una carrera para llegar cuanto antes desde Alaska a Tierra del Fuego. Sin embargo, hasta el surgimiento del coche, sólo eran unos pocos quienes viajaban. Hoy la inmensa mayoría de los miembros de nuestra civilización occidental realiza un desplazamiento diario que hubiese costado varias jornadas a nuestros antepasados.
   Naturalmente, no se puede viajar sin consumir. El coche es la máquina del consumo perpetuo. Incluso parado, el simple paso del tiempo exige revisiones, reparaciones y repuestos. Toda reducción de consumo aparente es, en realidad, una acumulación que acabará manifestándose como un desembolso superior al pretendido ahorro.
   Pero, para viajar, para consumir, hace falta poco más que cuatro ruedas, un volante y un motor de explosión. Las convenciones de coches antiguos, en perfecto estado de funcionamiento, lo demuestran. El aumento exponencial de los gastos asociados a la posesión de un coche, el transformarlo en el eje central de la industria de los más industrializados, caso de Japón o Alemania, exigía algo más, exigía sobredimensionarlo, exigía abstraerlo de su realidad, exigía convertirlo en imagen.  Imagen, en primer lugar, de sí mismo, pues no compramos el mejor coche, ni el más adaptado a nuestras necesidades, compramos el coche más grande, el de mejor apariencia, el mejor anunciado... el coche de cierta marca. Imagen de marca, pues, que al principio consistió en el color (Ford sólo fabricaba coches negros), después en el diseño y ahora, en esta época de la imagen en la que escasea la imaginación, en un logotipo tan grande como el volante. El color, el color que empezó identificando al coche, identifica ahora al concesionario, a los empleados, a las oficinas. Pero la imagen de sí mismo, la imagen de la marca, están incompletas sin alguien que las conduzca y para quien será parte de la imagen personal. Un individuo no es más que la imagen que proyecta mediante los productos que consume, entre otras cosas, el coche que se compra.
   Cuando un elemento tan característico de una cultura mata, envenena y enferma, se suele crear una mitología en torno a él que permita justificar o, al menos, ocultar, su naturaleza letal. Nos contaron que legislaciones cada vez más estrictas habían hecho a los coches menos contaminantes de lo que fueron nunca. Nos contaron que las revisiones técnicas protegían el medio ambiente y dejamos que nos metieran un sensor por nuestro tubo de escape como dejamos que en nuestras revisiones médicas nos metan una cámara por salva sea la parte. Nos contaron que la nueva generación de catalizadores harían nuestros coches tan respetuosos con la naturaleza como un árbol, mientras nuestros frenos, nuestros embragues y nuestros amortiguadores seguían emitiendo las mismas partículas cancerígenas de siempre. Ahora nos cuentan que una marca nos ha mentido, pero que todos los consumidores, incluyendo los de esa marca, pueden estar tranquilos, al tiempo que la patronal del sector hace piña con quienes han mentido...
   No hay que ser ingenuos, si un gobierno te considera una industria, da igual cuántos ciudadanos mates porque te protegerá. El proceso por el cual los coches contaminan, sus humos nos enferman y cada céntimo que ingresan en las arcas del Estado acaba saliendo de ellas con destino a los hospitales, no conforma un círculo vicioso, ni es la suma de incidencias aleatorias, constituye el corazón mismo del sistema capitalista, pues se trata de un proceso de creación de valor. Gracias al coche, el aire puro, la salud, la vida libre de un cáncer, han devenido algo escaso que cuesta trabajo conseguir, esto es, lo que económicamente se define como un bien. No nos venden coches, nos venden riqueza, es decir, toda esa enfermedad y muerte que ansiamos conseguir.

domingo, 4 de octubre de 2015

Das Auto (2. VWexit)

   El 22 de septiembre de 2004, el gobierno griego reconoció que había estado falseando los datos del déficit público, al menos, desde el año 2.000. Fue el inicio de una cuesta abajo en la que el euro ha acabado estando al borde del abismo. Desde el principio, Alemania, cuya banca tenía la mayor parte de los bonos griegos en manos extranjeras, adoptó la idea de que Grecia debía pagar por lo que había hecho, sometiéndose a una cura de adelgazamiento que devolviera al sector público el tamaño macroeconómico que, sobre el papel, debía tener. En la práctica eso significaba retirar de la circulación un monto equivalente a lo que se debía pagar a la banca alemana, por lo demás, bastante maltrecha. Para el ciudadano de a pie lo que se le venía encima era una letal mezcla de paro, disminución o desaparición de las ayudas públicas e incremento de tasas en todos los sectores o, si lo quieren de un modo resumido, la miseria para unas cuantas de generaciones. Reiteradamente, cuatro locos argumentaron que la austeridad conduciría al desastre en los países periféricos primero, pero, a medio plazo, allí de donde procedían buena parte de los bienes industriales que éstos compraban, es decir, Alemania. El gobierno de Frau Nein, por su parte, argumentó "desde la más pura ortodoxia económica" que “los griegos”, no su gobierno o sus políticos, sino todos ellos, habían mentido, habían jugado con la buena fe de los europeos, se habían estado llevando subvenciones y ayudas utilizando la más ruin de las mendacidades y que, por tanto, debían pagar. No había pues, inocentes en esta guerra, nadie que mereciera el perdón. Cada anciano que cobrase pensión, cada niño que tuviera que ir a la escuela pública, cada joven que se encontrase en el paro indefinido, estaba, simplemente, sufriendo el justo castigo de su pecado original. Cuando Super Mario Draghi acabó dándole la razón a los cuatro locos que clamaban en el desierto, lo tuvo que hacer rompiendo la sagrada regla de la unanimidad que había regido la toma de decisiones en el BCE, pues los cargos nombrados por el gobierno alemán seguían obstinándose en que, quien la hace, la paga.
   Ahora tenemos que la joya de la corona de la industria alemana, el grupo Volkswagen, ha mentido ruinmente en un intento nada disimulado por alcanzar cuanto antes el puesto de empresa que más coches vende en el mundo al servicio de la supremacía (automovilística) alemana. Resulta, que ha estado falseando datos, informes e informaciones, que ha llegado a diseñar un programita que mintiese sistemáticamente, que ha dedicado lo mejor de sus capacidades ingenieriles al lucrativo quehacer de los trileros. Resulta que, en sólo dos días y exclusivamente en capitalización bursátil, ha perdido más dinero de todo el que defraudaron los griegos durante cinco años. Resulta que, al menos una quinta parte de lo que se ha perdido, es propiedad del pueblo alemán, quiero decir, de los ciudadanos que pagan impuestos, pues ése es el porcentaje de activos que tiene el Land federal de la Baja Sajonia en la empresa, sin mencionar el que tienen otros Länder y ayuntamientos. Resulta que, comparados con sus propios compatriotas, el dinero alemán que han dilapidado los griegos acabará por ser calderilla de la antigua. Resulta que el cacareado ecologismo germánico es un simple eslogan para vender más y forrarse el riñón. 
   Si “el que la hace la paga”, VW tendrá que desinstalar el sofware ilegítimo de los 11 millones de coches en los que los ha instalado. Tendrá, igualmente, que remozar el motor de estos vehículos para que tal procedimiento no acabe por suponer una pérdida de potencia en dichos motores. Tendrá que apechugar con las demandas de quienes, pese a ello, se sientan estafados por la empresa. Tendrá que pagar las multas correspondientes en todos y cada uno de los países en los que ha infringido la ley y tendrá que hacer todo ello sin ayuda ninguna de las autoridades alemanas. La excusa de que hacer todo esto reduciría a VW a la insignificancia, que muchísimos trabajadores se verían abocados al paro, que sus familias, inocentes, se verán afectadas, no debe significar nada, como no lo significó en el caso del pueblo griego.
   ¿Será ésta la postura que adopte, realmente, el gobierno de Frau Nein? El ministro de finanzas alemán, el otrora dóberman durante la crisis griega, Herr Schäuble, ya ha advertido que, cuando esto termine, todo habrá cambiando en VW. Y su canciller, Frau Nein, ha apostillado: “para que todo siga igual”. El gobierno alemán no va a actuar como imparcial juez en esta descomunal estafa, va a “colaborar con VW”, para que sus trabajadores no se vean afectados. Se trata de un timo organizado y orquestado por los directivos de la empresa y, a diferencia del caso griego, son ellos y exclusivamente ellos, los que han de pagar las consecuencias. Consecuencias que no serán penales, pues la fiscalía de Braunschweig, que afirmó haber abierto una investigación contra el anterior jefe de VW, acaba de “descubrir”, previa llamada de la cancillería de su país, que, en realidad, no lo está investigando, ni a él ni a ningún directivo. Sus pesquisas se dirigen, únicamente, contra “empleados responsables”, gente lo suficientemente escasa en número como para no perder muchos votos y lo suficientemente alejada de las instancias en las que se toman decisiones como para no tener mucho que contar acerca de quién sabía qué. 
   Una de las cosas que caracteriza a la mentalidad alemana es asumir en todo momento que los argumentos y justificaciones que sirven para apoyar sus intereses no valen para el resto de la humanidad. Hay una lógica y unos hechos válidos cuando se trata de explicar por qué los alemanes hacen o quieren algo y otra, toto caelo diferente, cuando se trata de lo que el resto de no alemanes hacen o quieren. Afortunadamente, Europa no es un conjunto de Estados sometidos a Alemania. Estamos dotados de gobiernos fuertes y democráticos que harán todo cuanto esté en sus manos para defender los intereses (y la salud) de sus ciudadanos y no lo intereses de grandes corporaciones o de potencias extranjeras, ¿verdad que sí?

domingo, 27 de septiembre de 2015

Das Auto (1. Hibris)

   Algo muy común entre los dictadores es mostrar al mundo cierta imagen de progreso, de bienestar. Ciertamente, parecen decir, las libertades han sido suprimidas, pero la industria avanza. La creación de nuevas necesidades que el régimen puede satisfacer, esperan, hará olvidar a los ciudadanos otras necesidades que ha quedado prohibido satisfacer. Adolf Hitler no escapó a esta tendencia. Desde su llegada al poder, ansiaba la creación de un “automóvil del pueblo”, es decir, de las clases medias, que permitiera a éstas lucir con orgullo sus cadenas de ciudadanos de la nueva Alemania. Como cada una de las (pocas) veces que una idea venía directamente de la cabeza del Führer, no se puso límite alguno para su realización. Poco menos que se llevó a cabo un concurso público de ideas y, al ganador, que, obviamente, sólo pudo ser el mejor ingeniero automovilístico de la época, Ferdinand Porsche, al ganador digo, se le ofreció una ciudad creada de la nada, en la que él, sus empleados y sus máquinas pudieran instalarse con la libertad de quien ocupa una terra nullius. Así nació la Stadt des KdF-Wagens bei Fallersleben (es decir, la ciudad del coche de la fuerza a través de la alegría en Fallersleben), hoy conocida como Wolfsburg. La faraónica tarea de construir una ciudad, una planta de fabricación y, en definitiva, una industria automovilística de la nada, terminó como han terminado todos los “progresos” a los que han dado lugar las dictaduras del mundo, en estafa. Los ingentes gastos de tamaña empresa fueron pagados por el pueblo al que, supuestamente, iban destinados los vehículos, a razón de 5 marcos semanales, a cambio de convertirse en los propietarios del ansiado coche. Lo cierto es que los primeros coches que salieron de Wolfsburg fabricados por los prisioneros del régimen nazi, no fueron al pueblo, sino al frente, pues Porsche reconvirtió el que acabaría siendo su famoso “escarabajo”, en el Kübelwagen, eficaz vehículo todoterreno del ejército alemán. Su genio, no obstante, le permitió tener tiempo para mejorar el Tigre I y el Tigre II, los mejores tanques de la época. En cuanto a lo que quedaba del dinero al finalizar la Segunda Guerra Mundial, se lo llevaron los rusos en concepto de reparaciones de guerra. El pueblo, el pueblo para quien era el auto, tuvo que comprarse su escarabajo, unos 20 años después de lo previsto, pagándolo desde cero.
   Mientras un Ferdinand Porsche, preso en Francia, contribuía al desarrollo del no menos famoso “cuatro caballos” de Citroën, las autoridades de ocupación británicas decidieron que no estaría mal ser ellos quienes les proporcionaran a los alemanes el coche prometido por Hitler. Les infundió ánimos, especialmente, comprobar que el diseño estaba muy alejado de la elegancia de los coches británicos, los cuales, debieron pensar, dominarían pronto el mercado a nivel mundial. Tan confiados estaban que hasta permitieron que la familia Porsche se les volviera a meter por la puerta de atrás en calidad de “empleado”, trago sin duda endulzado porque aquellos que compartían línea familiar con el ahora caído en desgracia genio de la automoción, ostentaban otro apellido, el de Piech, su antiguo abogado y yerno. Así, de una estafa, un cierto olvido y una miopía apabullante, nació una empresa llamada Volkswagen.
   Pero Volkswagen era sólo media historia... y media familia. Otra rama de los Porsche, la que procedía del hijo varón de Ferdinand, no había dejado de poseer nunca la empresa que el padre fundó. Porsche era una empresa rentable y exitosa, con una imagen de marca que muchos hubiesen deseado para sí. No obstante, como ese gemelo al que se le muere su hermano, sentía que le faltaba una mitad. En 2.008 inició una operación disparatada para quedarse con VW, en cifras de la época, una empresa 15 veces mayor. Desde un cierto punto de vista, tuvo, éxito pues llegó a obtener el 50% de la compañía. Otra manera de entender lo que sucedió es que Porsche se endeudó hasta tal punto que dejó de ser viable. El resultado fue que la rama Piech de la familia se quedó con el control de las dos compañías, es decir, VW absorbió Porsche. La herencia del abuelo fue, pues, como Alemania, reunificada y, como la Alemania reunificada, le volvieron a entrar viejas ínfulas hegemónicas. Estaban, en efecto, en posesión de una marca, de una ciudad, de un conglomerado de las mejores empresas automovilísticas de Europa, de una plantilla de trabajadores en una decena de países, de un proyecto que pondría a Alemania a la cabeza del mundo en la fabricación de coches durante mil años... Y fue entonces cuando cayó la hibris sobre Wolfsburg.

domingo, 13 de septiembre de 2015

Confía en la máquina (2 de 2)

   Hace unos días viví una versión interesante de lo que expliqué en la entrada anterior. Mi padre me convenció de que era un riesgo innecesario tener todo tu dinero en un solo banco, así que heredé una miseria repartida en un montón de cartillas bancarias. Aunque he ido cerrando las que he podido, sigo teniendo más de las que quisiera. Cada cierto tiempo me veo en la obligación de trasladar efectivo de unas a otras antes de que lleguen las facturas. Estaba en una de estas operaciones cuando uno de los billetes que llevaba se atascó en la maquinita que utilizan los empleados de ventanilla para contar las cantidades. Como es habitual, la empleada del banco volvió a pasar el billete una, dos, tres veces, pero la máquina se negaba a contabilizarlo. “No te lo puedo aceptar”, me comunicó. “Me parece estupendo, le dije, pero lo acabo de sacar de la oficina del banco X que está a cincuenta pasos de aquí”. “A mí no me parece falso, pero lo habrán lavado o algo así y la máquina no me lo acepta”, fue su respuesta. Eché cuentas y lo que tenía que venir no era superior a la cantidad que había ingresado aún sin ese billete, así que me conformé. No obstante, volví a la oficina del banco X y tuve la suerte de encontrar la ventanilla de la que había retirado el dinero diez minutos antes vacía y con el mismo empleado a cargo. Le expliqué lo que me había ocurrido y con una sonrisa de confianza me dijo que si su máquina le había dado el billete, el billete era de curso legal. Como prueba, volvió a introducirlo en ella, y, una vez más, lo aceptó sin problemas. “De todos modos, para que no haya líos, te lo cambio en billetes más pequeños”. Así se resolvió todo, pero a mí me dejó con la intriga, ¿qué máquina tenía razón? 
   Si una máquina dice que un billete no vale y otra lo considera válido, ¿cómo se resuelve la contradicción? ¿con otra máquina? ¿cómo sabemos que una máquina no está estropeada? Aún mejor, ¿cómo sabemos qué máquina está equivocada? ¿en base a qué criterios, si no es otra máquina, declaramos sus lecturas incorrectas? Hay una versión que a mí me divierte más de este problema. Vamos al supermercado y, como es habitual en estos tiempos de crisis, hasta los billetes de cinco euros te los pasan por la máquina que los comprueba. La máquina pita. El empleado mira el billete, endereza un pico torcido y vuelve a pasar el billete. La máquina vuelve a pitar. El encargado de la caja mira otra vez el billete, le rasca una punta y ya no se molesta en enderezar nada, lo pasa otra vez. Si la máquina vuelve a pitar, lo seguirá metiendo en ella hasta que, por fin, deje de hacerlo. ¿Cuántas veces hay que pasar un billete por una de estas maquinitas para considerarlo “de curso legal”? Está claro que más de una vez, pero ¿cuántas? ¿tres, cinco, diez? Y si el billete es de curso legal y la máquina no está estropeada, ¿por qué hay que pasarlo más de una vez?
   En una reacción que suele ser muy frecuente, la compañías aéreas insinúan un error humano en cada accidente y los informes de las autoridades aeronáuticas, no se privan de incluirlos como una de las causas de cualquiera de ellos. El mensaje es claro: nuestras aeronaves son seguras, en cambio nuestros pilotos son una caterva de inútiles. Curiosamente, este mensaje suena tranquilizador a nuestros oídos. Si podemos confiar en la máquina no hay nada que temer. Estamos acostumbrados a desconfiar de las personas, en cambio las máquinas, ellas sí que son fiables. Carecen de emociones, de intenciones, de gustos, son imparciales y, en consecuencia, nunca se equivocan. Su dictamen será, por tanto, justo en cualquier caso. Semejante razonamiento, tan típico y comprensible, es disparatado porque se están confundiendo dos cosas muy diferentes. En efecto, una máquina, digamos un tubo Pitot, un ordenador o un lector de tarjetas, es la materialización de una serie de fórmulas matemáticas, es decir, un diseño, perfecto y aséptico en una pizarra. Lo que no suele entenderse es que no es ésa la máquina con la que vamos a tratar nunca. Vamos a tratar con máquinas que no son el producto de ningún diseño pues tienen que habérselas con el polvo, la suciedad y sus propias distorsiones causadas por el calor que ella emite, entre otras cosas. Confiar en que esa máquina no se va a equivocar, es una versión más de confiar en que el futuro será exactamente igual que el pasado, algo a lo que estamos acostumbrados aunque sea improbable.
   Por eso, porque nos negamos a entender que una máquina es un dispositivo tan sometido al tiempo y a las circunstancias como nuestras articulaciones si no más, siempre introducimos la idea del “error humano”, de que la máquina, la máquina ideal, nunca se equivoca y que, por tanto, debe haber sido un ser humano y no la máquina real, la que ha cometido el error. Es cierto que los seres humanos somos fuentes de errores sin fin. Es cierto que perdemos el sentido del riesgo y cometemos disparates. Es cierto que buena parte de nuestros errores vienen de no tener en cuenta los datos que nos ofrecen las máquinas. Pero también hay muchos errores que provienen de seguir fielmente sus indicaciones o, al menos, de creer que se están siguiendo fielmente. El problema está en que vamos hacia un mundo en el cual ni siquiera las más triviales de nuestras decisiones van a llevarse a cabo sin la intervención de máquinas. No es que hayamos creado máquinas que asesoran a los sujetos en cada paso de su vida, es que hemos creado sujetos que no son capaces de dar un paso en sus vidas sin la ayuda de una máquina. El caso de los coches sin conductor son un ejemplo muy claro. Si hemos de creer a los expertos, están al borde mismo del mercado. Ya no será el transporte aéreo, cada uno de nosotros se verá confrontado a una situación en la que delegará en una máquina llegar sano y salvo a su destino cotidiano. Nos acostumbraremos a ello, hasta que llegue el día en que una mala lectura de los datos nos conduzca a un desastre que nunca entenderemos por qué se produjo y que, tal vez, de recuperarse la caja negra de nuestro vehículo, pueda evitarse que se reproduzca en un futuro próximo. Pero hay un panorama aún más aterrador, ¿qué ocurrirá el día en que uno de estos errores se produzca en el núcleo de una máquina que está aprendiendo por sí misma?

Confía en la máquina (1 de 2)

   El 31 de mayo de 2009, a las 19:29 hora local, despegó del aeropuerto de Galeão, en Río de Janeiro, el vuelo 447 de Air France con 216 pasajeros y 12 tripulantes a bordo. Se trataba de un Airbus 330-203, el orgullo de la casa, que, habitualmente, es gestionado por un piloto y un copiloto. No obstante, el aparato realizaría un trayecto de más de diez horas hasta llegar a París, por lo que contaba con un copiloto adicional, de acuerdo con la costumbre en vuelos tan largos. A la 01:49, ya del 1 de junio, la nave abandonó la zona de control por radar de Brasil y se dispuso a atravesar el Atlántico. Apenas diez minutos después el capitán pasó los mandos a uno de los copilotos y se fue a descansar. A las 02:06 se le comunicó al personal de cabina la entrada en un área de turbulencias que, en realidad, eran dos frentes sucesivos de mal tiempo en plena Zona de Convergencia Intertropical. Pasados cuatro minutos, el piloto automático se desconectó y los dos copilotos tuvieron que afrontar la situación pilotando manualmente la aeronave. De acuerdo con su entrenamiento, decidieron sortear la tormenta ascendiendo. Lograron llegar hasta los 38.000 pies, pero, a partir de ese momento, el avión entró en pérdida, cayendo a una velocidad de 10.000 pies por minuto, hasta estrellarse en pleno Atlántico, siempre con el morro hacia arriba y los motores a plena potencia.
   Aunque no se tardó más que unos días en hallar el lugar del impacto, la profundidad del mar en ese punto y la complicada orografía submarina retrasó el hallazgo de las cajas negras dos años. La hipótesis que introdujo la ulterior investigación y comúnmente aceptada es que un error en los instrumentos, seguido del consiguiente error humano, provocó la catástrofe, de hecho, la mayor de Air France y una de las mayores que ha tenido que afrontar la empresa Airbus. Al parecer, una primera borrasca había ocultado al radar meteorológico del avión la magnitud del frente tormentoso que les aguardaba. Eso explicaría por qué no se cambió el plan de vuelo buscando condiciones atmosféricas más favorables. El aparato se encontró con una sucesión de corrientes de aire frías y cálidas que oscilaban entre los -40º y los 23ºC. Una de esas corrientes habría helado los tubos Pitot, es decir, los sensores de presión que proporcionan a la computadora de a bordo los datos para calcular la velocidad de la nave. Recibiendo datos contradictorios el ordenador desconectó el piloto automático, entregándole el control a dos copilotos que carecían de lecturas adecuadas acerca de lo que estaba sucediendo. Probablemente el avión fue succionado por una corriente de aire cálido, es decir, tenue, que provoca una pérdida de impulsión por parte de los motores, mientras trataba de ascender elevando el morro. Los pilotos debieron verse atrapados en una paradoja letal pues el instrumental les indicaba que iban a la velocidad y en la posición adecuada para ascender, pero la nave perdía altitud. Sin ser capaces de comprender lo que estaba ocurriendo y sin llegar en ningún momento a dudar de las máquinas en las que confiaban ciegamente, fueron incapaces de hallar una solución y el aparato se precipitó al mar.
   Vamos con otra historia menos trágica. Desde que Lotus desapareció del mercado, Excel se ha convertido en una hoja de cálculos omnipresente. No es fácil de programar ni siquiera para tareas elementales. Cuando hay muchas manos trabajando en ella en pasadas sucesivas los errores son inevitables. Entre el 75 y el 88% de todas las hojas de cálculo que se utilizan en el mundo contienen errores. Teniendo en cuenta que sus resultados se utilizan para la toma de decisiones a todos los niveles de la economía, el dato es escalofriante. Sin embargo, no es la única fuente de errores que introduce Excel. En septiembre de 2007, Microsoft reconoció que su hoja de cálculo  tenía 12 números que causaban “problemas”. Si uno multiplicaba, por ejemplo, 77,1 por 850, la casilla correspondiente de Excel devolvía 100.000... ¿Es la cifra correcta? ¿Tendría la amabilidad de comprobarlo?
   ¿Ya lo ha hecho? ¿Es 100.000 el resultado de esa multiplicación? No, ¿verdad? Es 65535, uno de los números con los que Excel tenía problemas. Bien, pero, ¿se da cuenta de lo que ha hecho? ¿Ha tomado un papel y un lápiz y ha calculado? Lo más probable es que haya tomado una calculadora para hacerlo o haya recurrido al móvil, es decir, ha usado una máquina para comprobar cómo funciona otra máquina. O, dicho de otro modo, saber que una máquina incurre en errores no le ha hecho perder confianza en ellas, Ud. sigue confiando en que una máquina le dé la respuesta correcta, como hicieron los pilotos del vuelo AF447. 
   Microsoft siempre ha sostenido que, en realidad, el error era de lo que se mostraba en pantalla, no del programa, pues en la celda “estaba” el valor correcto aunque se mostrase uno erróneo. Si se multiplicaba el contenido de la celda por dos, aparecía, en efecto, el doble de 65535. Dicho de otro modo, era un error para nosotros, no en sí. Habría, pues, un mundo virtual en el que la máquina no comete errores y un mundo real, en el que nosotros y no la máquina, cometemos errores. Si estamos hablando de una hoja de cálculo que ha de ser revisada por un ser humano, los doce números en los que incurrían en error algunas versiones de Excel 2007 no eran gran cosa. Es fácil notar que 77,1 por 850 no puede dar tantos ceros. Pero si se trata de una hoja cuya finalidad era ser volcada en un programa para tomar decisiones en bolsa, la cosa toma otro cariz, aunque, en este caso, según Microsoft, no existiría el error. 
   Pero no se trata sólo de los doce números de 2007. Si se realiza la sucesión de operaciones: 21,86 + 3,93 -3,28, Excel le devolverá el valor 22,52, en lugar del correcto, 22,51. Aquí el error es mucho más sutil y aunque haya un ojo humano supervisando las operaciones, difícilmente lo hallará. Aunque minúsculo para el usuario común, la diferencia entre 22,52 y 22,51 en una jornada de bolsa puede ser la euforia o el pánico. Para llegar al valor correcto hay que entrar en las opciones avanzadas y marcar la casilla “establecer precisión de pantalla” algo fácil de hacer... si previamente ha descubierto el error y, una vez más, resulta muy poco probable que se halle el error sin la ayuda de otra máquina.  

domingo, 6 de septiembre de 2015

Siria, palabra e imagen

   Hubo una época en que los seres humanos se reunían alrededor de un fuego y las narraciones de los ancianos trasmitían los conocimientos y significados que daban cohesión al grupo. Hubo una época en que los caracteres permitían viajar en el espacio y el tiempo y quienes los dibujaban no tenían que explicar de qué color era el pelo de Cenicienta, ni cuántas torres tenía el castillo de la Bella Durmiente, ni cómo era el calzado de los marcianos, ni la marca de móviles que usaban los reporteros de investigación, ni el tipo de bebida alcohólica con la que empapaban sus discursos. El escritor no pretendía forjar imágenes, era simple guía de un mundo desconocido sobre el que iba trazando, junto con el lector, mapas sucesivos. Había complicidad entre ambos. La escritura dejaba amplios territorios sin cartografiar para que el lector tuviese un papel activo, rellenándolos con su imaginación. La narración era producto y, a la vez, ajena a los dos, una continua re-creación. Hubo una época en la que se rodaban escenas de tórrido erotismo sin necesidad de enseñar actores o actrices desnudos. Hubo una época en que palabras como “libertad”, “democracia”, “justicia”, tenían un significado intrínseco, que no dependía del uso que imponían los políticos de turno ni sus esbirros en los medios de comunicación. Esa época periclitó hace tiempo.
   Hoy día las palabras no significan nada por sí mismas, ni siquiera tienen una grafía fija y estable. Su uso correcto es el uso de la mayoría, su significado exacto es el que dictaminan las masas, es decir, quienes le dicen a las masas qué es lo que tienen que significar las palabras. Todo se ha vuelto abstracto, vaporoso, tenue, relativo. Uno oye hablar de “guerra civil”, “exterminio”, “ataques a la población civil” y parece un conjunto de ideas tan lejano y confuso como las esferas de cuatro dimensiones. Nadie es capaz de imaginar los cadáveres achicharrados en las aceras, las mujeres embarazadas muertas a balazos, ni los fetos ahogados en su propia sangre antes de nacer. Siria parece lejana, Palmira parece lejana, todo lo que se dice, se cuenta, se narra, parece tan, tan lejano, tan relativo...
   Hoy día sólo la imagen cuenta. Depende de un punto de vista, de un encuadre, de la iluminación, pero es nuestro Absoluto. Por eso vivimos en la era de las injusticias, porque la justicia es esquiva a las imágenes. Por eso la democracia es un vago recuerdo, porque no hay modo de fotografiarla. Por eso cada mañana hay una fila nueva de barrotes en nuestras celdas, porque no hay manera de grabar la libertad. Por eso la fotografía de un niño muerto ha conmocionado nuestras hipócritas mentes europeas de un modo que no lo han hecho los relatos acerca de los 11.000 niños muertos fuera de plano en lo que lleva su país de guerra civil.
   Nos contaron que la gente, la gente como Ud. o como yo, se había hartado de dos generaciones de dictadorzuelos sanguinarios y se habían levantado contra el gobierno. Pero no eran europeos, así que no hicimos nada por ayudarles. Nos contaron que el régimen se descomponía pues los ciudadanos querían tomar las riendas de sus destinos, como en Tunez, como en Libia, como en Egipto, como en España y recientemente en Guatemala. Pero no eran cristianos, así que nos contentamos con desearles suerte. Nos contaron que estalló una guerra civil y que la oposición laica nos pidió armas, dinero, apoyo. Tenían ciudades milenarias, tenían una historia abrumadora tras de sí, tenían cultura, pero no tenían retornos que ofrecer a nuestras empresas, pues ya hacen negocios allí, así que nos encogimos de hombros. Nos contaron que llegaron otros con dinero, con armas, con mucho y muy buen apoyo para unos y para los otros, que la oposición se llenó de barbudos alucinados dispuestos a arremeter contra cualquiera, que el régimen recuperó la iniciativa gracias a sus aliados de Hezbolá, que los kurdos tuvieron que luchar por su supervivencia como han tenido que hacer tantas veces, que el conflicto se volvió una locura infernal en la que todos atacaban y eran atacados por todos, una guerra de desgaste sin fin en la que el único acuerdo era infligir un castigo ilimitado a la población civil. Pero nosotros miramos hacia otra parte y construimos grandes muros para proteger nuestras fronteras, muros que hicieran jugarse la vida a cualquier que quisiera venir a molestarnos con los relatos del peligro que corrían sus hijos, de los amigos y familiares que habían perdido, de los recuerdos de algo tan lejano, tan abstracto, tan irreal.
   Ahora las imágenes nos asaltan. Ahora tenemos fotografías de muertos en las playas, vídeos de estaciones de tren llenas de refugiados, entrevistas en los albergues con familias más o menos mutiladas y nuestros dirigentes se reparten el horror como quien reparte cromos. Ahora las imágenes hacen que todo parezca muy cercano. Ahora las imágenes nos dicen que todo está aquí. Pudimos escapar a las narraciones, pudimos hacer oídos sordos a los testimonios, pudimos ignorar el significado de las palabras. Como buenos hijos de esta época no podemos dejar de mirar las imágenes, no podemos escapar a su fascinación, no podemos dejar de sentir las emociones que ellas nos imponen. Y nuestros dirigentes, nuestros dirigentes tienen también que cuidar... su imagen. Seguro que ya se han forjado una imagen de cómo ha de ser el futuro, la imagen de un Bashar al-Asad triunfante, cerrando las fronteras a sangre y fuego. Mientras tanto cuál pueda ser el referente de palabras como “paz”, “paz en Siria”, paz sin tiranos para que los ciudadanos puedan tener una esperanza en su propio país, para que la paz en Líbano carezca de amenazas, para que gente como Bibi Netanyahu no tengan excusas para existir, sigue siendo abstracto, tenue, vacío.