domingo, 28 de agosto de 2016

Historia de dos fracasos.

   Antonin Dvorak nació en Nelahozeves, una aldea al norte de Praga en 1841, como el primero de catorce hermanos. La fama le llegaría relativamente pronto, en 1873 con su “Himno patriótico” y, sobre todo, con sus “Danzas eslavas”. A partir de entonces no dejaría de recoger honores. El gobierno austriaco le proporcionó una beca de 400 florines de la época. En 1884 fue nombrado miembro de honor de la Sociedad Filarmónica de Londres. En 1889 recibió la Orden de la Cruz de Hierro otorgada por el emperador Francisco José I. En 1891, además de recibir el título de Doctor Honorario de Música por la Universidad de Cambridge y por la Universidad de Praga, se le concedió un sillón en la Academia de Ciencias y Bellas Artes de Checoslovaquia y de Berlín. Particularmente importante fue su etapa en New York, a donde se trasladó en 1892 para dirigir su recientemente creado Conservatorio. Fue, por tanto, un compositor de enorme éxito, que pudo vivir holgadamente de su trabajo y, además, obtuvo reconocimiento y alabanzas. Se suele decir de él que pertenece al movimiento nacionalista en música o al posromanticismo, que sus piezas recogen la tradición musical checa y aunque algunas composiciones están alejadas de la sensibilidad actual (como el Stabat Mater), sigue gozando del favor del gran público. Lo cierto es que, por muy nacionalista, apegado al terruño y conocedor del folklore, que fuese resulta muy difícil identificar en sus obras ninguna pieza concreta del mismo. Lo característico de Dvorak es que, mientras a otros compositores les cuesta Dios y ayuda crear una melodía medianamente reconocible, a Dvorak las melodías parecen brotarle como a los demás el pelo. En cada movimiento de sus sinfonías hay un par de ellas, todas convenientemente disciplinadas para no cansar al oyente, lo cual les proporciona una frescura que, aún en las composiciones de sus últimos años, parece proceder de un espíritu juvenil. El primer ejemplo magistral es la sinfonía nº 6 de 1880, frecuentemente olvidada en favor de la nº 7, mucho más turbulenta y romántica y la nº 8, que va a la velocidad de las locomotoras que tanto le gustaban incluso en el supuesto Adagio. Pero su obra más conocida es la Sinfonía nº 9, “Del nuevo mundo”, compuesta en los EEUU, cuando ya era un músico apreciado y reconocido. Mucho antes de que a nadie se le hubiese ocurrido juguetear con el jazz, un Dvorak recién llegado a New York, se declaró convencido de que la música norteamericana debería basarse en la música de los nativos y en los cantos de los afroamericanos, una idea curiosa, sin duda, acerca de cuáles deben ser los cimientos de una nación. Muchos siguen viendo en la Sinfonía nº 9, la luces de Bohemia, pero hay una fusión tan correcta con esas músicas citadas por Dvorak que Leonard Berstein no dudó en calificarla de una obra multirracial. En cualquier caso, como digo, esta sinfonía nº 9 goza de un inmensa popularidad incluso entre el público menos versado en música clásica.
   Pues bien, un aspecto que no se suele comentar muy a menudo es que el pobre Antonin Dvorak, murió en la plenitud de su éxito, sí, pero amargado porque, en realidad, siempre quiso ser un compositor de óperas. A pesar de la admiración que despertó en Brahms, a pesar del triunfo de sus sinfonías, él, el gran hito del mundo orquestal, quería ser un Leoncavallo, un Puccini, un Verdi. Decía Dvorak dos meses antes de su muerte: “deseo consagrar todas mis facultades a la creación lírica... la ópera es la forma de expresión que mejor se adapta a nuestra nación... lo que más me interesa es la creación dramática”. De sus once óperas, únicamente Rusalka se sigue representando con cierta asiduidad y, pese al aprecio que Dvorak y público checo tienen por ella, sólo el “Himno a la luna” está a la altura de sus grandes creaciones. 
   Veamos otro caso semejante. A lo mejor le suena un poco más. ¿Conoce Ud. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha? ¡Qué pregunta! ¡Pues claro que la conoce! ¿Quién no conoce esta obra? El nacimiento de la novela, el nacimiento de un nuevo género de relato, la obra más difundida, traducida y publicada después de la Biblia. Una obra genial, chispeante, brillante, que puede abrirse al azar para disfrutar de la agudeza de esa pluma inmortal que fue Don Miguel de Cervantes. ¿Cuántos libros se han escrito sobre ella? ¿cuántos lectores ha tenido? ¿de cuántos modos se ha cantado el inimitable talento de su autor? ¿hay algún autor, algún literato, algún novelista, que no diese sus dos manos por ser tan leído, tan reconocido, tan alabado como "el manco de Lepanto"? “El príncipe de los ingenios” se lo ha llamado. Es fácil calibrar la inmediatez de su éxito en términos de fortuna y fama por lo rápido que aparecieron continuaciones apócrifas, de hecho, Cervantes se pudo dedicar por primera vez en la vida (a los cincuenta y muchos años), a escribir sin el acuciante agobio de los acreedores.
   Una reciente producción televisiva ha traído a los ojos del gran público la verdad escondida debajo de tantos elogios hacia la figura de Cervantes y es que, nuestro inmortal autor, envidiaba profunda y virulentamente el éxito alcanzado por Lope. ¿Se acuerda de Lope de Vega? Hay que escarbar un poquito más, ¿verdad? Por supuesto, Lope de Vega fue un hito en el teatro español, pero, ¿resulta comparable con el talento, con la inmensidad de Cervantes? Pongámoslo en cifras: ¿cuántas traducciones ha tenido Lope? ¿cuántos lectores tiene en el mundo cada día? ¿cuántos estudios se han escrito sobre su teatro? ¿cuántos seguidores tuvo? ¿y versiones cinematográficas? ¿más o menos que Cervantes? Resumamos: ¿escribió Lope algo comparable con Don Quijote? ¿Hay algo comparable con Don Quijote? Pues bien, Cervantes nunca quiso ser un Dante o un Goethe, quiso ser un Shakespeare o, mejor aún, un Lope de Vega, alguien, quizás, con mucho menos talento para la literatura, pero mucho mayor para captar lo que el público realmente quería. ¿La novela? ¿a quién demonios le importaba la novela en el Siglo de Oro? El teatro fue el género que Cervantes trató una y otra vez de asaltar sin demasiado éxito, eclipsado por ese “monstruo de la naturaleza” con el que tan mal acabó llevándose, llamado Lope de Vega.
   Así que no, amigos míos, ni la fama, ni la fortuna, ni la gloria, ni la inmortalidad, sirven para contentar a los seres humanos, porque siempre nos las apañamos para querer otras cosas, para querer, precisamente, la única cosa que no tenemos.

domingo, 21 de agosto de 2016

Deportistas y deportistos.

   Oficialmente hoy se clausuran los Juegos Olímpicos de Río 2016, aunque lo que realmente se clausura es el derecho de las mujeres deportistas a tener minutos de televisión y portadas de prensa. Resulta patética la cantidad de tinta que se está dedicando a buscar machismos debajo de los botones, mientras quienes cobran subvenciones por escribir semejantes cosas se tapan la cara para no ver el machismo en alta definición que aparece sobre las cincuenta y cinco pulgadas de sus televisores. Suele decirse que durante la mayor parte del año “deporte” significa “fútbol”, pero es mentira. “Deporte” significa “fútbol masculino”, porque hay poderosas ligas de fútbol femenino, que no merecen ni un segundo de atención mediática.
   Sí, ya me conozco la retahíla: las mujeres tienen menos masa muscular y, en consecuencia, las deportistas son menos veloces y saltan menos. Si de verdad se cree semejantes tonterías y es seguidor de algún equipo de fútbol de la parte media/baja de la tabla, me gustaría ver a su equipo enfrentado no ya contra la selección alemana o sueca, que sería injusto, sino contra las Portland Thorns o el equipo de Washington de la National Women Soccer League de los EEUU. O, mejor aún, me gustaría verle intentando encestar una canasta ante Brittney Griner o jugando de boya en un partido de waterpolo femenino. Griner ya ha lanzado el reto de jugar un una contra uno con DeMarcus Cousins, la emergente estrella de los Sacramento Kings. Sus compañeros de la NBA, acostumbrados a considerar sinónimos “mujer” y “juguete sexual”, se han reído de ella, pero yo, viendo cómo Pau Gasol, literalmente, a la pata coja, se merendó a Cousins, sería mucho más precavido. La Srta. Griner pertenece a la única competición femenina que uno puede seguir con cierta regularidad... pagando, claro, porque el deporte femenino no se puede conseguir ni pirateando. Llegará el día en que alguna de las que tan bien viven con las subvenciones que obtienen por hacer historia de ciencia de género decidirá rendir algún servicio a su supuesta causa y pondrá números a cuántos eventos deportivos femeninos pueden conseguirse en esa maravillosa plataforma de difusión de deportes minoritarios que es Rojadirecta. Y eso que estamos hablando de la WNBA que, salvo por la cantidad de tacones altos que hay en los banquillos, resulta comparable con cualquier liga nacional.
   Supongamos que, efectivamente, el razonamiento de los músculos es válido en el deporte. En la WNBA, hay equipos con entrenadores masculinos y femeninos, ¿cuántas entrenadoras hay en las competiciones masculinas de cualquier deporte? Muchas atletas tienen un entrenador, en bastantes casos, su marido o pareja. Resulta lógico, ¿no? Pero ¿por qué resulta lógico? ¿porque una mujer tiene siempre que tener un tutor? ¿Insisto, cuántos atletas, cuántos equipos masculinos, tienen una entrenadora? ¿Acaso se me va a argumentar que el músculo da conocimientos tácticos? “Es que no la respetarían”, se me dirá. Está muy bien, pero, ¿no se la respetaría porque los deportistas consideran que no se debe respetar a una mujer? ¿porque los aficionados al deporte y, particularmente, al fútbol, creen que no se debe respetar a las mujeres? ¿porque las mujeres no son respetables? ¿porque las mujeres no imponen respeto? ¿Hillary Clinton no impone respeto? ¿Angela Merkel no impone respeto? ¿Es más fácil para una mujer dirigir un país que entrenar un equipo o a un solo atleta? Si se ponen por ley cuotas de mujeres en los consejos de dirección de las empresas, en las listas electorales de los partidos políticos, ¿por qué no se ponen en los banquillos? ¿porque eso podría empezar de verdad a cambiar las mentalidades y lo que se quiere es seguir repartiendo subvenciones entre los/as amigotes/as sin cambiar nada?
   Soy lo suficientemente viejo como para conocerme muy bien el argumento de “no son lo bastante buenas”. Lo empleó Inglaterra para no participar en los primeros mundiales. Al fin y al cabo, habían inventado el fútbol, ¿quién podría hacerles sombra? Pues miren el historial de los mundiales y vean cuántos han conseguido ganar. Cuando Michael Jordan asombraba con sus vuelos, su equipo era declarado, año tras año, “campeón del mundo”. Después alguien tuvo la idea del trofeo McDonald́s y los equipos de la NBA comenzaron a venir por Europa como parte de su preparación. Al principio, no ocurrió nada distinto de lo que cabría esperar. Pero una tarde en París, el Joventut de Badalona le plantó cara a Los Angeles Lakers y Magic Johnson tuvo que sudar lo que no hay en los escritos para que su equipo ganase. Otros tomaron ejemplo y las derrotas de los equipos NBA comenzaron a hacerse habituales. Por aquel entonces a jugadores como Fernando Martín o Drazen Petrovic se los trataba en los EEUU como si fuesen tarados precisamente porque no tenían músculos suficientes para defender. Hoy vivimos la otra cara de la moneda y los equipos norteamericanos se pirran por fichar jugadores europeos. Pues bien, déjese a las mujeres competir con hombres de modo regular, permítaselas entrenar con ellos, formar parte de los equipos masculinos en igualdad de condiciones y ya veremos cuánto tarda en surgir la sorpresa. Con toda seguridad, tardará menos de lo que piensan. Esas mujeres deportistas, esas mujeres cuyos triunfos ningunean sus compañeros varones, esas mujeres cuyas marcas están tan lejanas de las masculinas, esas mujeres a las que se cuestiona que deban ganar lo mismo que los hombres, la mayoría de esas mujeres, han llegado ahí por estar hechas de una pasta mucho más dura que la de los machotes que se ríen de ellas. Tuvieron que aficionarse al deporte sin tener otro referente que no fuese un hombre, porque, probablemente, ni conocían el nombre de ninguna mujer que practicara su disciplina, no vamos a decir que pudieran encontrar un miserable póster que colgar en su habitación de alguna de ellas. Tuvieron que pelear con un entorno familiar que difícilmente entendería el deporte más que como una distracción de las labores que propiamente les correspondían. Tuvieron que escuchar bonitos epítetos como “marimacho” por dedicarse a algo que no se esperaba de ellas. Tuvieron que encontrar pareja en un entorno que sólo podía ser el deportivo, pues pocos hombres ajenos a ese círculo tolerarían tales aficiones. Y, a la vez, tuvieron que entrenar y competir como cualquier hombre. ¿De verdad me van a contar que merecen ganar menos dinero, tener menos atención mediática, recibir menos elogios por sus logros?
   No quisiera terminar sin lanzar una propuesta digna de un neomachista como yo. Las muy feministas miembras de la gobierna andaluza que cargan al presupuesto público un departamento de igualdad que lo único que hace es asegurarse de que en cada ley que se aprueba se diga “el/las”, “alumnos/as”, “mujeres/hombres”, etc. tal vez harían mejor en dedicar ese dinero a que nuestra televisión pública andaluza emitiera cada día de la semana un evento deportivo femenino. Con toda seguridad no acrecentaría demasiado el bochornoso agujero presupuestario que luce y si preocupa la posible caída en la audiencia que inicialmente provocaría, dudo mucho que pusiera en peligro el mayor logro que la caracteriza hasta ahora: ser la cadena más vista en los geriátricos.

domingo, 14 de agosto de 2016

Zulú.

   Todos tenemos una película que, aunque no la mencionaríamos como “favorita”, ni diríamos de ella que “es la mejor que he visto”, si nos la tropezamos, no podemos evitar quedarnos sentados viéndola, aunque ya nos la sepamos de memoria. La mía es Zulú, dirigida por Cy Endfield en 1964, con Stanley Baker y Michael Caine. “Basada en hechos reales”, cuenta con cierta fidelidad la escaramuza de Rorke’s Drift, en la que 150 soldados británicos defendieron un mísero enclave frente a más de 3.000 guerreros zulúes. Este enfrentamiento se produjo unas horas después del desastre de Isandhlawna en el que los británicos habían perdido alrededor de 2.000 hombres, entre muertos y prisioneros, en una de las peores derrotas de su ejército. 
   En enero de 1879, el gobierno de su graciosa majestad había decidido dar un escarmiento al rey zulú Cetshwayo, que parecía haberse tomado en serio su designio de encabezar un imperio. 16.800 soldados, Voluntarios de Natal y boéres en general, cruzaron el río Búfalo con intención de atacar a los zulúes. A principios del siglo XIX, bajo el reinado de Shaka, los zulúes se habían organizado militarmente y eran famosos por su disciplina y ferocidad en el combate. Exceptuando el armamento, se los podía considerar un ejército moderno para la época y extremadamente eficaz. De hecho, acogieron la invasión británica con enorme astucia. Una parte de sus hombres se dedicaron a jugar al ratón y al gato en una zona montañosa con la vanguardia del ejército británico, que incluía su artillería, mientras el grueso del ejército zulú (unos 22.000 hombres) los superaba por los flancos y caía sobre el campamento de retaguardia, prácticamente desguarnecido. El resultado fue la matanza de Isandhlawna, en la que los británicos perdieron armas, municiones, suministros y hombres, obligándoles a retirarse como buenamente pudieron a Eshowe, donde sufrirían un asedio de cuatro meses.
   Con los fusiles británicos, continuando una marcha que duraba ya seis días y sin haber comido en 48 horas, la misma mañana de la batalla de Isandhlawna, los regimientos zulúes uDloko, uThulwana e inDlu-yengwe se plantaron en Rorke’s Drift y aquí es donde comienza la película. Aunque es poco más que cine de clase B y aunque se trata de una película de acción, Cy Endfield no deja de subrayar que se trató de una batalla heroica e inútil, donde unos y otros combatieron con enorme valentía por nada. Ni la posición en sí misma tenía la menor relevancia estratégica ni para el ejército zulú representaba ningún peligro dejar tras de sí 150 soldados británicos, la mayor parte de los cuales estaba allí para construir un miserable puente. En un conciso diálogo, un soldado se pregunta por qué ellos, por qué les ha tocado morir a ellos y su sargento, un, como siempre, impresionante Nigel Green, le responde: “porque estamos aquí”. El heroico oficial al mando, John Chard (Stanley Baker en la película), tiene que escuchar cómo el médico le llama “carnicero” antes de curarle una herida. Aún más, en medio de todo lo que ocurre, hay hueco para narrarnos el enfrentamiento personal entre John Chard y Gonville Bromhead (un Michael Caine al que llegan a vérsele hasta los empastes de las muelas), militar de casta este último mientras el primero ha llegado al ejército para escapar de un entorno familiar humilde. Huelga decir que Cy Endfield estaba rodando en Gran Bretaña porque en 1951 había sido acusado de comunista por el Comité de Actividades Antiamericanas y su nombre se colocó en la lista negra de personas que no podrían seguir trabajando en Hollywood.
   La batalla se inició a las 16,00 del 22 de enero de 1879. Oleadas de zulúes armados con escudos y azagayas se lanzaron contra los británicos, mientras éstos, obedeciendo disciplinadamente las órdenes de sus superiores, abrían fuego contra ellos. Pronto los zulúes se dieron cuenta de que la cosa no iba a ser fácil y trataron de excavar la improvisada empalizada por debajo o saltarla apoyándose en los cuerpos de sus compañeros muertos. En varias ocasiones consiguieron penetrar en el perímetro defendido por los británicos, pero éstos, conservando la calma, lograron rechazarlos. Desde las estribaciones cercanas, los zulúes disparaban con los fusiles robados a los soldados muertos en Isandhlawna. El pequeño hospital del enclave se convirtió también en campo de batalla con soldados heridos y zulúes luchando en su interior hasta que se incendió. La noche del día 22, el perímetro defendido había quedado reducido al entorno del almacén. Después de diez horas de combate ininterrumpido, prácticamente todos los soldados británicos aún vivos estaban heridos de mayor o menor consideración. A partir de las cuatro de la mañana del día 23, los atacantes comenzaron a disminuir en número y hacia el amanecer, habían desaparecido. Sobre las siete, los británicos avistaron un nuevo contingente zulú, pero desaparecieron sin realizar ningún ataque. A las ocho, una columna del ejército inglés llegó a Rorke’s Drift, la batalla había terminado. 67 soldados británicos y más de 900 zulúes habían perdido la vida. 
   Se concedieron once cruces Victoria, el mayor número de tales condecoraciones, las más altas del ejército británico, concedidas a una sola acción. La batalla pasó a formar parte del imaginario popular de Gran Bretaña durante el siglo XIX. No obstante, malas lenguas aseguran que tal glorificación de algo que, hablando en términos militares, no pasó de ser una escaramuza, intentaba realmente ocultar la humillante derrota de Isandhlawna, que acabó por no tener mayor significado porque el rey zulú se limitó a una guerra defensiva y no quiso ir más allá de sus territorios históricos. Territorios que, por cierto, hubo de ver invadidos por segunda vez y, ahora sí, de modo definitivo. tras su derrota en julio de 1879.
   Los heroicos soldados de Rorke’s Drift, que tantos cuadros, medallas y alabanzas recibieron, fueron abandonados a su suerte, tuvieron que sobrevivir en aquel perdido punto de la provincia de Natal como pudieron durante semanas y alguno de ellos tuvo que regresar por sus propios medios a Gran Bretaña. John Chard, recibió, además de condecoraciones y el favor popular, la envidia de sus superiores. Murió de cáncer de laringe (era un impenitente fumador) en 1897. Seis años antes había muerto de fiebres en la India Gonville Bromhead, donde proseguía su carrera militar. La película sirvió para lanzar a la fama a un jovencito Michael Caine, que ya no dejaría de pasear su irónico perfil por lo mejor del cine británico de la época. En cuanto a Cy Endfield, dirigió cuatro películas más hasta retirarse en 1971 con Soldado universal (no, no es la de Van Damme), donde hacía un cameo, pero no volvió a alcanzar las cotas mostradas en Zulú.

domingo, 7 de agosto de 2016

Fotografiando cerebros (2 de 2, Frenología como iconografía).

   El problema, como decíamos, radica en que toda imagen resulta de un proceso de construcción y se construye bajo unos supuestos, contando con unos intereses y utilizando unas máquinas. Las máquinas que tenemos actualmente, alcanzan un límite de resolución de un milímetro cúbico, límite que se debe a la intensidad de la resonancia nuclear que se puede medir y a que el tiempo para llegar a obtener una señal de un espacio tan pequeño hace que los sujetos experimentales se desesperen. En un milímetro cúbico de nuestra materia gris hay varios millones de neuronas y varias decenas de miles de millones de sinapsis. La “localización” de la que ha hecho gala la ciencia hasta el momento ha consistido en algo así como si la intercepción de conversaciones telefónicas nos hubiesen permitido “localizar” una célula terrorista “en la comunidad de Madrid”. Si se trata de localizar un tumor, una lesión cerebral o un coágulo, realmente, tenemos más que de sobra. Nadie se va a morir porque le quiten medio milímetro cúbico de materia gris sana. Pero si queremos “localizar” las emociones, los sentimientos o la creatividad, lo logrado puede igualarse a absolutamente nada. Mientras nos reíamos de los medievales, de sus supersticiones acerca de las imágenes y de su pervivencia entre los cristianos ortodoxos, obtuvimos un sofisticado procedimiento para fabricar nuestros modernos iconos. Teníamos, en efecto, las imágenes ante nuestras narices, esas bonitas imágenes con colorines, esas minuciosas imágenes de nada, repetidas una y otra vez, hasta en 40.000 artículos, creando un corpus científico, una disciplina. ¿Cómo llegaron ahí, bajo nuestras narices? ¿cómo se las fabricó?
   En principio la cosa resulta muy fácil, obvia. Se toma un sujeto, se le asigna una tarea y se le realiza una resonancia mientras lo hace. Si hay áreas de su cerebro que necesitan más aporte sanguíneo que el resto, hemos encontrado lo que buscábamos. Ahora bien, para que hablemos de ciencia, resulta necesario que no lo hagamos únicamente con un sujeto, hay que hacerlo con muchos. Y aquí viene el problema, ¿dos sujetos diferentes tienen el mismo cerebro? Si hablamos de su estructura general, resulta obvio que sí. Pero si hablamos de su constitución milímetro cúbico a milímetro cúbico, parece evidente que no habrá dos cerebros exactamente iguales. Y si, como modernos frenólogos que somos, nuestro objetivo consiste en localizar cerebralmente tal o cual actividad, entonces nos hallamos ante un problema mayúsculo. Localizar esa actividad, ¿en qué cerebro? ¿en el cerebro de quién? Aún peor, se supone que hacemos ciencia, luego no puede tratarse del cerebro de nadie, debemos referirnos “al cerebro en general”, a un constructo que, en realidad, nadie posee. Cuando todo esto comenzó, en la década de los 90 del siglo pasado, no había datos que permitieran saber cómo se hallaba estructurado el cerebro medio de los seres humanos milímetro cúbico a milímetro cúbico, dado que esa, precisamente, constituía la tarea que se iba a emprender. Así que los modernos frenólogos “normalizaron” la superficie del cerebro en base no a datos empíricos sino a ciertos supuestos estadísticos y a ciertas creencias acerca de cómo funcionaba el cerebro, que facilitaban la labor. De modo que ya tenemos un cerebro modelo construido sobre toda una serie de decisiones en el que iban a localizar “científicamente” las diferentes funciones. Pero los problemas no habían terminado.
   Todos lo sabemos, rara vez hacemos una única cosa. Conducimos mientras recordamos la discusión con nuestro jefe, nos quedamos mirando los pechos de una chica mientras hacemos lo posible para que no se nos caiga la baba y nos concentramos en la lectura de un documento trascendental mientras recordamos la hora del partido del domingo. ¿Qué área del cerebro se lleva más sangre? ¿la del documento o la del partido? Nuevamente nos tropezamos con que, al comienzo del todo, no había datos que permitieran distinguir las aportaciones de sangre al cerebro que correspondían a la tarea asignada a los sujetos experimentales y aquellas que constituían mero “ruido”. Así que, una vez más, se recurrió a todo tipo de decisiones sobre supuestos estadísticos y de cómo funcionaba nuestro cerebro, que permitirían hacer “ciencia”. Lo que Eklund, Nichols y Knutsson han descubierto resulta extremadamente fácil, a saber, que el conjunto de decisiones adoptadas sobre las que se basan los programas más habitualmente utilizados para el mapeado cerebral, contienen errores. Una simple comparación con las amplias bases de datos de mediciones reales existentes al respecto muestran significativas divergencias, lo cual genera una catarata de errores en la creación de las imágenes. Todavía mejor, como subrayan Eklund, Nichols y Knutsson el núcleo de su trabajo consiste en comparar datos con teorías, por tanto, compartir datos resulta fundamental (algo que ya dejamos escrito por aquí). Afirmación ésta tanto más llamativa, cuando hablamos, supuestamente, de ciencia. Pues bien, en un muestreo realizado por ellos en 241 publicaciones (todas con notables diferencias entre lo que efectivamente mostraban y lo que se suponía que debían mostrar), los datos, los datos de las mediciones realmente efectuadas, brillaban por su ausencia, como viene siendo habitual en las publicaciones “científicas” de los últimos 50 años. Eso sí, apuesto a que tenían enormes fotografías con lindos colorines.
    ¿Creen que este artículo parará la catarata de ilustraciones de ese lugar de nuestro cerebro donde se halla lo que nos hace humanos? ¿Creen que Nature o Science comenzarán a pedir a los autores de sus artículos menos fotos y más tablas de mediciones? ¿Creen  que servirá para que algún filósofo comience a ejercer esa sospecha de la que tanto ha leído, sobre los telediarios, sobre los periódicos, sobre las imágenes, sobre la ciencia tal y como se halla constituida hoy día? ¿Creen que servirá para que deje de propagarse la especie de que “la ciencia cuenta la verdad”? ¿Creen que minará los cimientos de nuestra fe en los modernos iconos, en la moderna frenología? ¿Por qué no?

domingo, 31 de julio de 2016

Fotografiando cerebros (1 de 2, Ver para creer)

   No se puede realizar una caracterización correcta de nuestra época si no se entiende que vivimos en la era de la imagen. La imagen nos moldea, nos constituye, nos hace ser, pues la imagen, lejos de copiar, crea la realidad. La vieja cuestión que tantos ríos de tinta filosófica hizo fluir en el siglo XIX, la de qué relación guardaban representación y realidad, ha perdido su sentido desde el siglo XX. La imagen se identifica con la realidad, no hay realidad más allá de las imágenes ni imágenes que no configuren una cierta realidad. Si la representación podía merecer el calificativo de falsa en algunos casos, no existe criterio alguno para la falsedad de las imágenes o, dicho de otro modo, no hay imagen que pueda demostrar la falsedad de otra. Por eso, cuando se llamó al siglo XXI el siglo del cerebro, en realidad se quería decir que durante el siglo XXI obtendríamos imágenes del cerebro como jamás las tuvimos antes. Y cuando reduccionistas, naturalistas o como se los quiera llamar y sus adversarios se enzarzaron en disputas interminables acerca de si lo que llamamos “mente” se limitaba a un conjunto de procesos químicos que se producían dentro del cerebro o no, en el fondo, la disputa consistía en si podríamos algún día obtener una imagen de la conciencia o no. 
   El peligro de la imagen, la fuente de todos los males que produce en nosotros, la raíz de todos sus desvaríos, no procede de que la imagen pueda no corresponder con la realidad, pues, como decimos, para nosotros, no hay más realidad que la que produce la propia imagen. El peligro radica en que, bajo su apariencia naïv, bajo su aparente inmediatez, se nos entrega algo constituido y constituido por procesos e intereses que escapan al control de los individuos. La imagen resulta algo obvio porque se la ha fabricado para que así nos lo parezca y no porque en ella exista obviedad alguna.
   Esta semana ha aparecido en la prensa generalista una noticia que muestra bien a las claras lo que estamos diciendo.  En la década de los 90 del siglo pasado se pusieron a punto técnicas para lo que se ha llamado la creación de neuroimágenes. Hasta donde sabemos, las neuronas no acumulan glucosa, así que su funcionamiento depende del aporte de azúcar que pueda realizar la sangre. Seguir los puntos en donde el aporte de sangre resulta más significativo permitiría, por tanto, identificar las áreas del cerebro en funcionamiento para cada tarea. Teniendo en cuenta que diferentes dispositivos de resonancia magnética permiten la localización de los elementos químicos, resultaba bastante fácil crear imágenes del cerebro en funcionamiento. Como consecuencia, las revistas científicas se han ido plagando de imágenes que mostraban al cerebro haciendo esto o aquello, quiero decir, localizando las áreas encargadas de las emociones, los sentimientos, las opiniones políticas, etc. Ha nacido una nueva ciencia llamada neuromarketing, que estudia las áreas del cerebro que se activan ante la presencia de cada producto, cada forma de empaquetarlo, cada manera de anunciarlo. De soslayo, se dejaba caer que más pronto que tarde, en una de estas, nos encontraríamos aquí o allí el santo grial, que uno de estos días, las portadas de los periódicos mostrarían unos colorines sobre la fotografía de un cerebro y alguien podría poner una flechita diciendo: “ahí está la conciencia”. Se subrayaraba con ello la obviedad de que si para matar la mosca en nuestro escritorio basta con un aerosol tóxico, para acabar con la esquizofrenia situada sobre un cerebro cuyas áreas se iluminan de modo distinto al habitual, bastaría igualmente con algún aerosol o comprimido efervescente o, en definitiva, una pastillita que habría que tragarse... Y nos lo tragamos.
  En un artículo publicado el día 12 del presente mes de julio, Anders Eklund, Thomas E. Nichols y Hans Knutsson, han puesto de manifiesto que un número indeterminado de imágenes publicadas sobre las que se ha basado la localización de funciones cerebrales (y que bien podía incluir los 40.000 artículos “científicos” publicados en los últimos 20 años, dicho de otro modo, todas las neuroimágenes que conocemos) contienen errores. Si lo quieren en lenguaje corriente, podríamos decir que la localización de áreas cerebrales encargadas de esto o de aquello se ha realizado al azar. No me resisto a reproducir las palabras con que se abre el artículo en cuestión:
“Since its beginning more than 20 years ago, functional magnetic resonance imaging (fMRI) has become a popular tool for understanding the human brain, with some 40,000 published papers according to PubMed. Despite the popularity of fMRI as a tool for studying brain function, the statistical methods used have rarely been validated using real data. Validations have instead mainly been performed using simulated data, but it is obviously very hard to simulate the complex spatiotemporal noise that arises from a living human subject in an MR scanner”.

domingo, 24 de julio de 2016

Ganar la guerra, perder la paz

   La última entrada en la que escribí sobre África la han leído cuatro personas. Un loco con un camión se busca una excusa para matar a 84 viandantes, el ISIS publica una disparatada reivindicación de la matanza y la noticia ocupa las portadas de periódicos y las declaraciones de dirigentes políticos durante semanas. El mismo ISIS lleva a cabo un atentado suicida contra manifestantes de la minoría hazara en Kabul causando idéntico número de muertos y la noticia no estará en portada más de 24 horas. Un tonto entra con una pistola en un McDonald's de Munich matando a 19 personas y el hecho da la vuelta al mundo. 19 soldados de Malí resultan muertos en el ataque a una base del ejército y la noticia casi pasa desapercibida. Lo malo de nosotros los occidentales no estriba en que no escarmentemos, lo malo es que no tenemos la menor intención de escarmentar. Sólo son noticia los blancos muertos, nuestros muertos. Lo de Niza da miedo, lo de Kabul no me va a impedir bañarme mañana en la playa. Ya se sabe, todos somos humanos, pero unos, nosotros, los de aquí, más humanos que otros. De entre todos los no blancos del mundo se salvan los negros norteamericanos que, aparte de meter canastas increíbles, son asesinados sin reparo por la policía de su país. Entonces, escuchamos la noticia y movemos la cabeza... antes de seguir dejando que nos metan el miedo en el cuerpo con nuestros muertos.
   Afganistán no está al otro lado del mundo, ni lo habitan marcianos con turbante, ni resulta indiferente respecto del día de playa que nos espera mañana. Había sido un país envuelto en el caos desde mediados de los años 70, invadido por la URSS en los ochenta y en guerra civil en los 90 mientras todo el mundo miraba hacia otro lado. Si hemos de creer la versión oficial, de allí salieron los aviones que derribaron las torres gemelas. ¿Solución? Muy fácil, invadirlo de nuevo, esta vez por parte de EEUU. Desde la retirada de las tropas norteamericanas, el país vive, una vez más, una guerra civil, en la que los talibanes no se han hecho con el poder porque el apoyo paquistaní no es tan decidido como en los 90, porque EEUU sigue controlando la situación en la sombra, o porque están esperando el momento oportuno, pero, desde luego, no porque el supuesto gobierno de Kabul controle nada. La matanza del otro día fue la puesta de largo del Estado Islámico en el país, un actor nuevo, con creciente poder, que espanta incluso a los talibanes. Occidente, Estados Unidos, como antes la URSS y antes los ingleses, ganaron la guerra de ocupación, pero perdieron todo lo que vino después olvidando algo fundamental en cualquier conflicto bélico y es que una guerra no termina hasta que se consigue una paz estable. Hubo una época en que Europa estuvo gobernada por gente que lo sabía bien y que forjó reglas duraderas para el juego político. Esa generación desapareció sin haber dejado alguien digno de sus enseñanzas tras de sí. Hace tres años, desde este mismo sitio, confiaba en que François Hollande perteneciera a la vieja escuela. Obviamente no es el caso. Ha seguido el modelo de la nueva generación de políticos que ocupa el poder en EEUU desde los años 50 y que va dejando tras ellos una estela de progresos conseguidos por la fuerza de las armas y perdidos por la ineptitud de la diplomacia.
   La intervención militar francesa en Malí, iniciada en enero de 2013 y que terminó hace ahora dos años, va camino de convertirse en un nuevo fiasco. Formalmente, hay una serie de acuerdos de paz, firmados el año pasado, que, sobre el papel, ponen las bases para el final de la inestabilidad en el norte del país. En la práctica no se ha hecho nada más que crear una serie de puntos en los que ha de producirse la desmovilización de las milicias, pero a los que no ha llegado nadie ni hay fecha para que lo haga. Las familias que huyeron a países vecinos tras los avances islamistas hace cuatro años, siguen esperando en campos de refugiados que alguien les garantice una cierta seguridad. En el terreno un batiburrillo de organizaciones tuaregs, islamistas y simples bandidos, dominan la región sin muchos impedimentos. Las fuerzas leales (es un decir) al gobierno de Bamako, carecen, como siempre, de instrucción, de ánimos y de equipamiento para hacer frente a nadie. En cuanto a las tropas desplegadas por la ONU, bastante hacen con protegerse a sí mismas. Es cuestión de tiempo que la situación se pudra lo suficiente como para que alguien, alguien que a nadie, particularmente a los malienses, le interese que llegue ahí, amenace nuevamente con hacerse con el control total del país. Un día, alguien nacido en Malí o cuyos padres nacieron en Malí, cogerá un camión y arrollará a ochenta personas o tiroteará un restaurante o se hará saltar por los aires a la entrada de un campo de fútbol. Y ese día sentiremos mucho miedo y preguntaremos por qué nuestros políticos no construyeron murallas más altas en nuestras fronteras o por qué no expulsaron a nuestros vecinos. Pero la culpa no será de ellos, será nuestra por llorar las catástrofes en lugar de evitarlas.

domingo, 17 de julio de 2016

Tras la máscara dorada.

   Existe un procedimiento muy habitual entre las empresas farmacéuticas para promocionar un producto a cierto nivel. En esencia consiste en encargarle a alguno de los redactores en nómina la elaboración de una reseña en la que se glosen los estudios que muestran los logros del producto en cuestión. Acto seguido se paga a personalidades del área de investigación de que se trate para que firmen como “autores” de dicha reseña. Por supuesto, lo ideal es contar con algún premio Nobel o galardonado de ese género. Una vez conseguido, se envía el artículo a alguna revista de prestigio. En el supuesto de que los comités de redacción de las revistas médicas fuesen objetivos e imparciales, tendrían dificultades para rechazar semejante escrito. De este modo, el médico que quiere estar por encima de la media e informarse de los nuevos avances, se traga, como verdad científicamente conseguida, lo que no deja de ser una hábil maniobra del departamento de marketing de una empresa farmacéutica. En realidad la cosa va más allá, pues los propios comités de redacción de las revistas médicas son meros apéndices de los departamentos de marketing y las grandes empresas farmacéuticas “colaboran” con  el entramado de fundaciones que se halla tras los premios Nobel. Ciertamente, la firma de un Nobel no se cotiza tan cara como pudiera parecer. 109 de ellos han firmado una carta acusando a Green Peace de “crímenes contra la humanidad”. Causalmente la carta llegó a la redacción de los periódicos el 1 de julio, es decir, en fin de semana y en el inicio del período estival, en el cual las noticias comienzan a escasear y los periódicos hablan hasta del monstruo del lago Ness. La carta es para leerla. Comienza hablando de la urgente necesidad de aumentar la producción de los cultivos a nivel mundial porque, de lo contrario, el crecimiento de la población provocará formidables hambrunas, algo que el muy reaccionario Malthus ya predijo en 1798 como un acontecimiento a la vuelta de la esquina y que, cada vez que se desata una ola conservadora, se nos vuelve a recordar. A renglón seguido y sin más explicación, la muy laureada carta, comienza a hablar de los cultivos transgénicos  y de lo triunfalmente que han superado todas las pruebas de salubridad, de hecho, han conseguido superar semejantes pruebas de un modo casi tan inmaculado como lo hicieron los barbitúricos antes de ser lanzados en masa al mercado, barbitúricos que hubieron de ser retirados de él pues, como se comprobó posteriormente, constituyen una de las sustancias más adictivas jamás fabricadas por la humanidad. Por supuesto, la carta no pierde la ocasión de mencionar el “arroz dorado”, un arroz modificado genéticamente para incorporar vitamina A y salvar a  medio millón de niños al año de la ceguera. De aquí que Green Peace haya cometido un “crimen contra la humanidad”. 
   Que yo sepa, Green Peace no ha asesinado a ningún niño ciego ni ha quemado cosechas de arroz dorado, producto, que dicho sea de paso, sigue en el limbo de las posibilidades, pues aún no se ha comercializado. Todo lo más, se puede acusar a Green Peace de oponerse sin fundamento a él, lo cual, a lo sumo, constituye un delito de opinión, es decir, en un país libre, algo que no es delito. De hecho, la ciencia se supone que funciona porque cualquiera, con independencia de su rango en la disciplina en cuestión, puede argumentar y criticar lo que considere oportuno siempre que justifique sus puntos de vista. Y el punto de vista de Green Peace resulta extremadamente claro, a saber, que el arroz dorado constituye únicamente la cara amable de un proyecto más vasto que consiste en levantar las restricciones para la comercialización de todo tipo de alimentos transgénicos. Detrás de esta cara tan amable está, por supuesto, Sauron, popularmente conocida como Monsanto. 
   Monsanto, la otrora fabricante del “agente naranja” utilizado por los EEUU en Vietnam, ha mostrado una meticulosidad cercana a la paranoia persiguiendo judicialmente a cualquier agricultor que se guardase un puñado de semillas obtenidas de la cosecha para sembrarlas al año siguiente. Sus contratos de venta prohíben explícitamente cualquier intento en este sentido. Obviamente, se encontró con ciertos jueces reticentes a condenar pobres agricultores por estas prácticas, así que inició hace décadas una campaña de patente de cualquier cosa que pudiera introducirse en la tierra y florecer. La llegada de los transgénicos supuso para ellos poco menos que la segunda venida de Cristo y, como es obvio, la empresa tiene actualmente como único objetivo que todas y cada una de las semillas que comercializa acabe siendo producto de una modificación genética.
   Casualmente Monsanto tendrá que afrontar este año un juicio por “crímenes contra la humanidad” en el Tribunal Internacional de la Haya. La razón es que otra de las fuentes de ingresos de la compañía son los herbicidas y pesticidas, algunos de los cuales, como el PCB o el herbicida Lasso, han acabado en la lista de productos agrícolas prohibidos por sus efectos tóxicos en animales y humanos. Efectos, todo hay que decirlo, que parecieron no existir durante el período de testeo “científico” antes de su comercialización. Pero el caso paradigmático es el glifosato, comercializado por Monsanto en exclusividad durante 20 años. Este herbicida es el complemento ideal para todo tipo de cultivos modificados genéticamente... para resistirle. Se creó soja, maíz, algodón, modificados genéticamente, no para evitar que los niños cegaran, sino para evitar que estas plantas muriesen tras rociarlas con glifosato, el cual arrasa con todo lo que no ha sufrido esta manipulación genética. ¿Qué ocurría con las plantas modificadas genéticamente? Muy fácil, todas las pruebas con ellas demostraban su inocuidad para los seres humanos. Ahora bien, estas plantitas venían aderezadas con fuertes cantidades de gliofosato, cuyo potencial cancerígeno fue reconocido por la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer (IARC). Para entonces su uso estaba tan extendido que prohibirlo conduciría a una notable reducción de las cosechas, así que la OMS, con los mismos datos “científicos” utilizados por la IARC,  decidió que era “poco probable”, que su inclusión en la dieta pudiera provocar cáncer. A todo esto, la National Academy of Sciences de los EEUU, a la cual, hay que suponer, pertenecen muchos de los firmantes de la carta a favor de los transgénicos, informó en marzo de este año “que no hay evidencias de que los alimentos modificados genéticamente hayan originado aumentos en la productividad”. Dicho de otro modo, nada ha demostrado hasta el momento que la modificación genética de las semillas permita una multiplicación de los alimentos en el mundo, aunque sí está “científicamente” comprobado que producen una multiplicación estratosférica de los beneficios de las empresas que las comercializan. Y es que la salud de los consumidores finales, la biodiversidad, ya saben, los beneficios para la humanidad, no cotizan en bolsa.