domingo, 28 de mayo de 2017

Minimalismo (y 2)

   “Nada de ilusiones, nada de alusiones”, decía Donald Judd.  Pretender que una central de control ferroviario, una tienda o una fábrica centelleen como obras de arte, que “expresen” algo más allá de su simple presencia, que “emocionen”, implica el deseo por alterar su materialidad, por esconder su realidad, por ocultar lo que verdaderamente las constituye. No hay nada que añadir al contenido de un museo, igual que no hay nada que añadir a la partitura original de un músico y que no hay nada que añadir al texto de un filósofo. Dicen lo que dicen y no hay más. Hacerlos decir lo que no dicen, buscar significados ocultos, interpretar, siempre implica un deseo por ocultar la realidad. Un buen director de orquesta añade anotaciones a la obra para acercarla a los gustos del público o a las posibilidades de sus músicos, pero los grandes directores de orquesta se limitan a borrar las anotaciones que han realizado los que vinieron antes de él para restaurar a las partituras el brillo original. El minimalismo podría caracterizarse como la anti-hermenéutica. Y otro tanto cabe decir del minimalismo existencial. Si hemos de llevar a cabo nuestras vidas con menos de 100 cosas, debemos dejar fuera de nuestras mochilas las ilusiones con las que habitualmente cargamos y que tanto nos pesan. Ya no tendremos sitio para la ilusión de que si aguantamos al inaguantable de nuestro jefe obtendremos un ascenso, ni para esa otra que afirma que ganaremos más tiempo para nosotros dedicando más tiempo a nuestro trabajo, ni para la no menos famosa de que tenemos que encontrarle un sentido a nuestras vidas. Ya no enunciaremos más de lo que viene contenido en nuestros enunciados, en consecuencia, a menos que nosotros enunciemos el sentido de nuestras vidas, careceremos de él.
   Se ha solido calificar al minimalismo de antihumanista. Puede considerarse una crítica certera si se entiende por humanismo el que no supo defendernos de los campos de concentración, el que tapó con bonitas palabras hechos inquietantes, el que ascendió con el capitalismo y la burguesía. No menos certera pero mucho más interesante puede considerarse la crítica que advierte de la desaparición del cuerpo humano en el minimalismo. En efecto, el espacio minimalista ya no se configura a partir del cuerpo y sus dimensiones, hay una reconfiguración formal del espacio desde la cual habrá de entenderse todo lo que el cuerpo humano hace. En particular, no puede partirse del prejuicio de la existencia de un espacio interior, individual, subjetivo, separado por muros de un exterior, del que debe ocultarse, huir o esconderse. La frontera interior/exterior, que tan amablemente nos ponen ahí para que aprendamos a pensarnos en sus términos, desaparece, sustituida la mayor parte de las veces por cristales fáciles de romper. 
   Sin embargo, aquí, una vez más, surge la paradoja que late en todo minimalismo. Por una parte, el cuerpo humano sólo puede captarse espiritualizado, consiste en lo que supera el umbral consciente cuando tropezamos con un ventanuco que no se encuentra a nuestra altura, cuando atravesamos un pórtico sobredimensionado, cuando oímos el retumbar de nuestras pisadas en una sala de exposiciones casi vacía. Multitud de autores minimalistas buscan expresamente en su trabajo conseguir la reflexión, la meditación, un cierto tratamiento de la parte no material del hombre. Por otra, existe una furiosa reivindicación de lo material como forma primaria de cualquier expresión estética, una eliminación, por ilusoria, de cualquier cosa que no aparezca materialmente enunciada, un rechazo a la idea de que una obra contenga algo así como un espíritu. Podría decirse que el minimalismo pretende, en definitiva, el encuentro con la parte inmaterial del hombre mediante su reducción a la materia, asombrosa pretensión ésta que debería fracasar en todos y cada uno de sus intentos. Resulta, por tanto, sorprendente que en tal pretensión se halle uno de sus más reiterados éxitos. Su austeridad, el prescindir de todo aquello de lo que se puede prescindir, constituye con frecuencia la entrada hacia un cierto género de espiritualidad, reivindicada en multitud de obras minimalistas de todos los géneros. ¿Cómo puede ocurrir? En realidad ya hemos respondido a esta pregunta. Si queremos que en el proceso de reducción no se pierdan los caracteres propios de lo humano, debemos abandonar la idea de que la reducción nos conduzca a algo simple, mecánico, determinista. Para que la reducción tenga sentido, para que constituya una verdadera explicitación de lo humano y no su supresión, debemos sobresignificar los materiales a los que quedará reducido todo. Por tanto, cualquier género de reducción que pretenda hallar como producto último de su destilación aquello que nos define como seres humanos, no podrá llevarnos de lo complejo a lo simple sino, precisamente, al modo en que la complejidad queda encerrada en lo simple. Ahora podemos entender hasta qué punto resulta esperpéntico intentar reducir la mente humana al cableado de unos circuitos electrónicos. Nuestro cuerpo no abunda en silicio, mercurio o plomo, como ocurre con los ordenadores, lo conforman mayoritariamente átomos de carbono, oxígeno, hidrógeno y nitrógeno y éstos, amigos míos, constituyen los materiales con los que se forjan los sueños. 

domingo, 21 de mayo de 2017

Minimalismo (1)

  A comienzos de los años 60, una serie de artistas comenzaron a sentirse incómodos con las corrientes dominantes en sus disciplinas. Tomaron como bandera de enganche el lema de Mies van der Rohe “menos es más” y convirtieron en programa los retazos que habían aparecido con la obra de Eric Satie  y Kazimir Malevich. El minimalismo tuvo desarrollos en pintura (Robert Mangold, Agnes Martin y Robert Ryman), escultura (Carl Andre, Dan Flavin, Donald Judd, Sol LeWitt y Robert Morris), arquitectura (John Pawson, Souto de Moura, Tadao Ando, Hiroshi Naito o Rudi Riccioti), música (Terry Riley, La Monte Young, Steve Reich, Philip Glass, John Adams, Michael Nyman) y últimamente ha aparecido un minimalismo existencial. Frente a la catarata, la avalancha, la saturación de imágenes, informaciones, eslóganes, lemas, productos, significados y opiniones, el minimalismo proponía la reducción, la eliminación de lo superfluo. Su búsqueda entronca con cierta manera de entender la fenomenología de Husserl, considerando la puesta entre paréntesis, la vuelta a las cosas mismas, la reducción, como el aspecto esencial su metodología. Frente a la lectura hermenéutica de la fenomenología que desembocó en la inflación de los símbolos y sus interpretaciones, el minimalismo consideraba a aquélla una cierta forma de positivismo, de búsqueda de la experiencia en su sentido primigenio, liberada de cualquier sedimento teorético sobreimpuesto. Aquí radica su aspecto peor entendido. El minimalismo nunca ha consistido en una escuela, ni en una corriente y ni siquiera en un estilo de vida. Constituye una búsqueda, la búsqueda de una solución a la paradoja que anida en su núcleo más profundo. En efecto, con frecuencia suele usarse el adjetivo “simple” para describir al minimalismo. Sin embargo, el minimalismo puede caracterizarse por muchas cosas menos por su simplicidad. Para nada puede considerarse simple encontrar la forma mínima, aquella que con un mínimo de recursos, permita un máximo de expresión. Piense en lo que significa vivir minimalmente o, como lo propone Antonio G. vivir con menos de 100 cosas. ¿Cuántos cálculos tendría que hacer? ¿cuántos intentos tendría que realizar? ¿cuántos esfuerzos le supondría? Ciertamente, el minimalismo se ha caracterizado por su simplicidad formal, pero tal simplicidad resulta mera apariencia, escondiendo la enorme complejidad de conseguir lo simple.
   Consecuencia de la anterior surge otra paradoja. Por un lado, la obra minimalista carece de efectos de composición y de ornamentación, con frecuencia presenta una geometría rectilínea e, inevitablemente, si quiere generar algún tipo de ritmo, debe acudir a la repetición. Dicho de otro modo, cualquier obra minimalista reúne las características formales de una máquina. Hay en todo minimalismo una cierta atracción fatal por la tecnología. Y, sin embargo, resulta difícilmente integrable en los procesos maquínicos por su carácter absolutamente contrario a la economía imperante. Se opone, en efecto, al principio fundamental de nuestra economía de mercado: la acumulación material de bienes. Pero, además, la austeridad en los presupuestos exige la utilización de materias primas nobles o producto de la última tecnología, cuando no de acabados absolutamente perfectos como sólo puede conseguirse mediante la intervención de artesanos. Si, efectivamente, “menos es más”, si deben utilizarse formas mínimas pero con un máximo de capacidad expresiva, entonces ésta debe recaer sobre los propios materiales. Piénselo, si en lugar de tener dos docenas de pares de zapatos hubiera de quedarse con un solo par, ¿no se compraría los mejores que pudiera encontrar, los que, a la vez, resultasen cómodos, resistentes, elegantes, capaces de decir algo de Ud? ¿Cuánto le costarían? ¿Cuánto tardaría en encontrarlos?
   Con esto llegamos a un aspecto clave del minimalismo, el aspecto con el que peor lidiaron quienes lo tomaron como eje de sus creaciones. En los escritos de Judd pueden encontrarse con frecuencia tres tipos de declaraciones. Por una parte, suele afirmar, casi citando a Husserl, que el minimalismo consiste una reducción hasta llegar a “lo esencial”. Por otra parte, dado que los materiales no se esconden, no se camuflan, no pretenden parecer otra cosa, el orden en que se disponen deviene el aspecto central de toda obra. Pese a ello, Judd considera que no puede predicarse del orden su carácter esencial, el orden tiene que aparecer simplemente como orden, no como esencia o como razón. Ante la ausencia de referencialidad, ante el silencio, ante la renuncia como acto de enunciación, la esencia buscada por el minimalismo se convierte en un punto de fuga, en un límite. Porque cuando la esencia aparece explícitamente, cuando se hace una silla carente de adornos, de ornamentación, de composición, una silla cuya naturaleza consiste únicamente en su carácter de silla, entonces, según Judd, ya no nos hallamos en el mundo del arte, nos encontramos en el mundo del diseño, mundo que siempre tuvo mucho cuidado de separar del primero.
   El problema, una vez más, consiste en buscar lo que las cosas “son”, cuando, realmente, las cosas no “son” nada. Nosotros las hacemos “ser” desde el momento en que las predicamos, les atribuimos categorías, las enunciamos. El “ser” de las cosas consiste únicamente en su devenir, precisamente aquello que jamás resulta abarcado por nuestro dichoso verbo. La reducción por tanto, no puede alcanzar esencia alguna, a menos que admitamos que ésta resulta de nuestra propia invención. Las obras de Judd, como todas las demás, se hallan sometidas al paso implacable del tiempo, ése que acaba convirtiéndolas en algo diferente del original salido de las manos de su autor pues tienen ya tantas restauraciones, tantas reparaciones, tantas reconstrucciones, que no queda ni una sola pincelada en ellas de las dadas por quien las firmó. Podremos entender muy fácilmente lo que trato de decir si nos enfocamos hacia el minimalismo existencial. Una de sus reglas básicas consiste en abandonar el apego a las posesiones materiales. Si hemos de vivir con menos de cien cosas, no sólo nos hallaremos en la obligación de dar o tirar buena parte de lo que tenemos, también habremos de irnos deshaciendo de lo que vamos adquiriendo conforme cambien nuestros intereses. Literalmente se trata de no tener más cosas de las que caben en una mochila. Si quieren se lo digo de otro modo: hay que vivir como si nos hallásemos siempre a las puertas de un viaje si no embarcados en él. La idea de permanencia, de duración en un mismo sitio, de sedentarismo, el propio concepto de esencia, resulta entonces intrínsecamente contradictorio con cualquier pretensión minimal. Producir la máxima expresión con los elementos mínimos implica seguir diciéndole cosas a los que han de venir, pero eso resulta imposible de conseguir si se aspira a expresar siempre la misma esencia. Como lo ha puesto de manifiesto la crítica de autores como Tadao Ando o Eduardo Souto de Mora a la construcción de edificios iguales en cualquier parte del mundo, una arquitectura verdaderamente minimal debe aspirar a la desaparición o, al menos, al cambio, a que su entorno la fagocite. Ahora podemos entender el sentido de toda esa arquitectura de minismalismo high-tech construida para dotar de una imagen reconocible a una ciudad, para configurar definitivamente su urbanismo, para convertirse ella misma en icono. Ciertamente, constituye una expresión máxima, la máxima expresión de un disparate.

domingo, 14 de mayo de 2017

Ahora que Macron ha ganado.

   Emmanuele Macron es el hombre que quiso estudiar filosofía antes de dedicarse a la política, es el presidente de la república francesa más joven desde Napoleón, es el héroe victorioso que, en solitario y sin más armas que su talento, derrotó a la malvada hidra de mil cabezas, es la persona que ha provocado un terremoto de tal magnitud que el sistema tradicional de partidos en Francia se desmorona. Tuvo la suficiente visión como para saber que había llegado su momento cuando nadie apostaba por él. Representa el europeísmo, la moderación, la vuelta de las buenas maneras. Pero ahora que Macron ha ganado, ahora que el europeísmo respira aliviado, ahora que sólo nos queda restañar las heridas del Brexit, recuerdo las declaraciones de Heinz-Christian Strache, líder del ultraderechista FPÖ, cuando su secuaz, Norbert Hofer, perdió, por 31.000 votos, las elecciones presidenciales austriacas en diciembre pasado: “Hofer quería un cambio positivo y el sistema se ha impuesto”. Macron, como Hillary Clinton, como Mark Rutte, es, ante todo, un hijo del “sistema”. Ingresó en el Partido Socialista Francés con 24 años y en la administración pública tras pasar por la ENA como toda la élite política del país vecino. No tardó mucho en abandonar su cargo en el Estado para fichar nada menos que por la banca Rothschild. Allí, aprovechando los conocimientos y los contactos de la familia de su mujer, medió entre lucifer y el demonio, es decir, entre Nestlé y Pfizer, en una bonita operación financiera que lo hizo millonario. A partir de ese momento las puertas del Elíseo estuvieron abiertas para él, primero con Sarkozy y después con Hollande. A ministro llegó de la mano del otrora presidenciable Manuel Valls. 
   Para nadie constituye un secreto que es el preferido de Hollande, de los empresarios, de los Rothschild en particular y de los banqueros en general. Su europeísmo no va más allá de la defensa del mercado único, su liberalismo no pasa de lo económico, su centrismo es la consecuencia lógica de que derecha e izquierda apenas están separados por cuestiones de matices y su ideario político queda definido por su ambición personal. Está construyendo un partido a su medida con neófitos que irán ascendiendo o no según sea su lealtad al líder. Macron no es de derechas ni de izquierdas, es de lo que convenga o, mejor aún, es de Macron. Personifica ejemplarmente, la facilidad con que hoy se puede ser progresista mientras se hace caja. Sabe quiénes son sus amigos y los defenderá y, desde luego, no son los ciudadanos que le han votado. En definitiva, es el candidato de la continuidad, de lo mismo de siempre. Como en Holanda, como en Austria, una vez más, se ha demostrado que si la ultraderecha no existiera, habría que inventarla, es la mejor manera de que nada cambie con la excusa de “nosotros o el caos”. Y a quienes eligen el caos, ya se sabe lo que les espera: Donald Trump.
   Marie Le Pen, como Hofer, pretendía acabar con “la trama”, cambiar las cosas, aniquilar “la casta”, pero “el sistema” la dejó en la cuneta. ¿Cuál es “el sistema” contra el que luchó Hofer, Strache, Wilders, Le Pen? ¿cuál es “el sistema” que quiere cambiar Trump? En qué se ha convertido la lucha contra “el sistema” puede verse claramente si nos vamos a lo que se supone que es el otro extremo del arco político. “El sistema” es aquello contra lo que no sólo lucha la extrema derecha. Lo señaló Jean-Luc Mélenchon con su (no) recomendación de voto. También él estaba contra “el sistema” encarnado por Macron. “El sistema” a derribar no consiste en que todos los pobres sean iguales ante la ley, consiste en que haya una legislación, la europea, por encima de la nacional, dificultando que los gobiernos hagan leyes en función de las necesidades de sus amiguetes. “El sistema” no consiste en que siendo el mercado libre nadie más lo sea, consiste en que el mercado tenga derecho a esclavizar únicamente a los que tienen un determinado pasaporte y no al primero que llegue a solicitar el puesto de trabajo. “El sistema” no consiste en que quien posee el poder económico posea también el poder político, consiste en que el poder económico esté en manos de corporaciones multinacionales y no de macrocorporaciones nacionales. “El sistema” no consiste en que los campesinos de África se mueran de hambre porque no pueden competir con nuestros productos subvencionados, consiste la prohibición de subvencionar todos nuestros productos. Y, por supuesto, “el sistema”, no consiste en que el Estado (y quienes lo controlan) pueda hacer lo que quiera con sus ciudadanos, consiste en que aún existan algunos límites en su actuación. Ése es "el sistema" con el que quieren terminar desde los extremos políticos y ése es el sistema que Macron ha venido a salvar. Ahora que ha ganado, sólo nos queda, pues, seguir esperando que un día aparezca alguien dispuesto a que las cosas vayan a mejor.

domingo, 7 de mayo de 2017

Por qué me automedico.

   - Buenas tardes, doctor.
   - Buenas tardes, siéntese y cuénteme qué le ocurre.
  - Pues verá, doctor, hace unos catorce días comenzó a molestarme la garganta, eso derivó en un resfriado que me ha durado unos diez días del que me estoy recuperando, pero vuelvo a sentirme la garganta irritada.
   - Nombre y apellidos.
   - Luna Alcoba, Manuel.
   - Veamos, estuvo aquí en febrero por dolor de garganta, malestar general y mocos abundantes.
   - ¿Febrero? No recuerdo. Es posible, la verdad es que se trata del quinto resfriado que he tenido en este año.
   - Puede ser una alergia.
   - Sí, bueno, verá doctor, no es la primera vez en mi vida que tengo más de tres resfriados en un año. En otras ocasiones ya me han hecho pruebas de alergia y nunca me salió nada.
   - ¿Tiene mal cuerpo?
   - Pues no, la verdad es que con este resfriado no me ha llegado a ocurrir.
   - ¿Picor de ojos, de garganta?
   - No. La garganta me molesta y en ocasiones siento punzadas en el oído izquierdo.
   - ¿Tiene moco abundante en forma de agüilla?
   - No, los mocos que tengo son espesos, se podría cazar moscas con ellos.
   - Bien, le vamos a hacer un análisis de sangre a ver qué sale. Si los leucocitos están alterados será una alergia. Vamos a ver esa garganta. Póngase ahí.
   “¡Ah, es verdad! - pensé entonces - Me ha mandado un análisis de sangre sin ni siquiera mirarme la garganta”.
   Me miró la garganta y los oídos.
   - Pues tiene la garganta bastante irritada.
   “No, si es que tenía que haber empezado explicándole eso”, pensé.
   - Bueno, le voy a mandar una emulsión que contiene paracetamol para el mal cuerpo y un antihistamínico para el agüilla de la nariz.
   “¿Y contra el embarazo no me va a mandar nada? Como tampoco lo tengo...”
   - También le mando unas gotas para la nariz que sirven para la otitis media que puede estar padeciendo. Se me hace el análisis de sangre y vuelve por aquí en unos días.
   - Pues muchas gracias, doctor.
   En la farmacia descubrí que nada de lo que me había recetado lo cubría el seguro, 35€ del ala me dejé allí. Al llegar a casa leo los prospectos de lo que me ha mandado. En efecto, una emulsión “con sabor a chocolate”, según consta en la caja y “unas gotas para la nariz” que resulta ser un inhalador indicado contra la rinitis alérgica. 35€ tirados a la basura porque, desde luego, no me iba a tomar nada de aquello. Rebuscando por el botiquín de casa me encontré una caja de antibióticos sin usar. Apenas me tomé la primera dosis mi garganta mejoró. Al cabo de tres días había recuperado su estado natural de ser.
   La próxima vez iré a un curandero muy bueno que me han recomendado. No es que yo crea en los curanderos, pero, por lo menos te escuchan.
   Menos mal que era un médico de pago.

domingo, 30 de abril de 2017

Por qué soy omnívoro.

   En Selling Sickness: How the World's Biggest Pharmaceutical Companies Are Turning Us All Into Patients, Alan Cassels y Ray Moynihan contaban la anécdota de cierto directivo de una empresa farmacéutica que se decía cansado de fabricar medicamentos para enfermos y deseoso de fabricar pastillas para gente sana. ¿Cómo se puede fabricar pastillas para personas sanas? Esta pregunta tiene dos respuestas posibles, la primea es convencerlas de que no están sanas. Un ejemplo es la osteoporosis. La OMS (Organización del Miedo Sistemático) o WHO, en sus siglas en inglés (World Hysterical Organization), decidió adoptar como densidad promedio del hueso de una mujer el de las mujeres de treinta años. A partir de entonces, una mujer de 31 años, por definición, es una mujer enferma que tiene que tomar algo para paliar su enfermedad. Otra posible respuesta es convencer a la gente de que puede estar todavía más sana. Así nacieron las campañas en favor del vegetarianismo que culminaron cuando en octubre de 2015, la OMS (¡qué casualidad, la OMS sale dos veces en esta historia!) declaró cancerígena a la carne, la procesada, la roja y la que está buena en general. El éxito de esta segunda vía de acción sobre la mente de los seres humanos resulta indudable. La población de vegetarianos en el mundo alcanza ya los 600 millones de personas, airean los medios, y van en aumento. Casi les falta el corolario lógico: 600 millones no pueden estar equivocados, coma Ud...
   Con cifras contundentes, la propagación de miedos “científicamente” fundamentados y tiernos argumentos acerca de la vida de los animales, se hace el truco de los trileros para que evitemos preguntarnos lo obvio: ¿cómo puede ser que el camino hacia una vida más sana esté empedrado de píldoras? Si yo quiero estar sano, es decir, no enfermar para no tener que curarme tomando pastillas, debo tomar... ¿pastillas? ¿Cómo puede ser sano un régimen alimenticio que pone a las personas al borde de la hipovitaminosis? ¿Qué disparatado concepto de “salud” han inoculado en nuestras cabezas? 
   Es posible que si Ud. no practica el vegetarianismo ni el veganismo, ni se halla en contacto cotidiano con alguien que lo haga, no sepa a lo que me estoy refiriendo. Un vegetariano estricto, es decir, alguien que no come carne en ninguna ocasión o un vegano, es decir, alguien que no ingiere ningún tipo de producto animal (incluyendo leche y huevos), queda desprovisto de las fuentes más habituales de vitaminas A, D, el complejo vitamínico B, zinc, yodo, hierro, calcio, ácidos grasos en general y omega-3 en particular, sin mencionar el tema de las proteínas. Rápidamente cualquier vegetariano/vegano, le dirá que  adoptando una dieta adecuada se pueden obtener todos esos nutrientes sin necesidad de ingerir carne. El problema está en que los expertos carecen de los conocimientos necesarios para especificar en qué consiste esa "dieta adecuada", conocimiento, sin embargo, que los vegetarianos parecen poseer de forma intuitiva. 
   Las vitaminas se presentan en cantidades exiguas, aunque imprescindibles, en nuestro organismo y aún más exiguas en los alimentos. Determinar cuánto de ellas hay en un alimento que no se caracteriza por ser “rico” en dicha vitamina puede ser muy complicado y aún más establecer qué cantidad de ese alimento hay que tomar para alcanzar la ingesta mínima requerida. Todavía peor, la mayor parte de las vitaminas no son absorbidas directamente, sino que se toman en forma de provitaminas que después transformamos en la vitamina en cuestión. No todos los ciclos que llevan de la provitamina a la vitamina se conocen con exactitud y muchas sustancias teóricamente susceptibles de ser transformadas por nosotros en vitaminas, en la práctica no lo son, caso de la pseudovitamina B12 de algunas algas. El recurso a los suplementos dietéticos resulta, pues, inevitable. Pero aquí, una vez más, nos hallamos en manos de esa industria que nos alimenta con medias verdades y resulta frecuente que en los análisis de sangre de los vegetarianos aparezcan déficits de algún elemento indispensable para la vida. 
   Ludwig Feuerbach afirmó en el siglo XIX que somos lo que comemos. Un vegetariano tiene ahora dos opciones. La primera es no aceptar la afirmación de Feuerbach, lo cual implica que lo que comemos no es nada esencial para nosotros, esto es, que el vegetarianismo constituye una cuestión de moda o una pose. La otra posibilidad es que acepte lo que decía Feuerbach, en tal caso debe concluir que si somos seres inteligentes es por lo que hemos estado comiendo hasta ahora. En efecto, lean para qué sirven la vitamina A, la D, el complejo vitamínico B, los ácidos grasos de cadena larga, el zinc, etc. Una y otra vez encontrarán mencionado al sistema nervioso central o, lo que viene a ser lo mismo, el sistema inmunitario. Nuestros primos los chimpancés, con los que compartimos más del 98% de los genes, necesitan ingerir carne al menos una vez al mes. En partidas de caza perfectamente coordinadas, los machos rodean en las copas de los árboles algún primate de menor tamaño, lo matan, lo descuartizan y se lo comen. El reparto de la carne sigue rigurosamente la pirámide social, mostrando, de este modo, la importancia de semejante aporte dietético. Los más de 200 millones de neuronas que rodean nuestro aparato digestivo se han desarrollado, entre otras cosas, para extraer hasta el último nutriente necesario de una dieta extremadamente diversificada y con carne abundante y el crecimiento de nuestro cerebro ha corrido paralelo a, por no decir se ha producido como consecuencia de, esta dieta.
   Asunto diferente, por supuesto, es que una industria cada vez más salida de madre, nos sirva carnes con generosas proporciones de antibióticos, anabolizantes, conservantes y residuos de piensos que propician el crecimiento rápido del ganado y del cáncer. Pero de tales males no se hallan libres frutas y verduras, cuyo consumo es tan sano y natural que no debe hacerse sin un intenso lavado que, en realidad, nadie lleva a cabo en su casa, suponiendo, cosa harto dudosa, que todos los pesticidas y abonos se queden en la piel como nos han venido contando. Nada de eso altera el hecho de que durante un millón de años hemos sido cazadores recolectores y que una decisión cultural adoptada en el curso de una vida difícilmente puede cambiarlo para bien. Aún más, lo que están intentando los vegetarianos ya lo intentó la naturaleza antes. En el curso de la evolución que llevó hasta nosotros, existió un género de homínido llamado Paranthropus robustus. Provisto de un aparato masticador mucho más poderoso que el de sus primos los Australopithecus, se cree que su dieta era predominantemente, si no exclusivamente, vegetariana, mientras que muchos Australopithecus eran casi exclusivamente carnívoros. Los Australopithecus acabaron por dar lugar a nosotros, los Paranthropus se extinguieron.

domingo, 23 de abril de 2017

Democracia y votación.

   Una de las máximas que llevan grabados todos los políticos españoles en la frente es que la democracia consiste en votar. El voto es la esencia de la democracia, el requisito necesario y suficiente para que algo pueda ser considerado democrático. La democracia se reduce al acto por el cual una mayoría se impone a una minoría o, mejor aún, democracia es algo que se hace una vez cada cuatro años. No importa cuál sea la cuestión, no importa cuáles sean las circunstancias, no importa qué sea lo que se pregunte, si la mitad más uno de los votantes muestra su acuerdo con algo, la democracia ha hablado y ha quedado sentenciada la línea que distingue el bien del mal, la verdad de la mentira, la justicia de la injusticia. Por eso, en democracia, todo se dirime en las elecciones. El nepotismo, la corrupción, la estupidez, la incapacidad, la desvergüenza, no existen a menos que las urnas nieguen la victoria a quienes las practican con fruición.
   Si tuviéramos que tomarnos en serio la propuesta de nuestros políticos, resultaría que España es una democracia desde 1947, fecha en la que Franco convocó la primera de las tres elecciones a Cortes que viviría el régimen. Ciertamente eran unas elecciones bastante peculiares, sólo podían votar los varones y el ser cabeza de familia o miembro del partido único, confería votos adicionales. También fue siempre una "democracia" la ya extinta URSS. Se me argumentará, probablemente, que en tales casos no se puede hablar verdaderamente de votaciones, pues se trataba de elegir entre miembros del todopoderoso partido único y algún que otro “independiente” más o menos descolgado del régimen dominante. Bien, cambiemos entonces de aires.
   Desde la revolución islámica, las autoridades iraníes presumen de ser la mayor democracia del mundo musulmán. Periódicamente se celebran elecciones a nivel local, regional y nacional, a las que se presentan candidatos de diferentes formaciones y tendencias, resultando elegidos los más votados. No obstante, para preservar la Revolución, los padres fundadores del nuevo Estado pusieron una salvaguarda, el "Consejo de Guardianes de la Revolución". Tiene doce miembros, seis de ellos son nombrados directamente por el Líder Supremo y otros seis por el parlamento. Una de sus funciones es analizar la idoneidad de los candidatos presentados a las elecciones. Ciertamente no es el único filtro que deben haber pasado éstos. Antes de que su candidatura llegue al Consejo es necesario el visto bueno del Ministerio de Inteligencia, del Poder Judicial y de la policía. En última instancia, el Consejo decidirá sobre el grado de fidelidad a la Revolución, es decir, la adecuación o no del candidato para figurar en las listas. En esencia, en la cuestión clave, es decir, en no alterar la estructura de poder y en mantener en el mando a los mismos de siempre, todos los candidatos están de acuerdo. Eso sí, la gente vota. Por tanto, estamos ante una democracia... ¿o no? “Sigue Ud. con las mismas, se me argumentará, para que una votación lo sea realmente, para que haya democracia, hace falta pluralismo político y en Irán, realmente, no lo hay”. Bueno, cambiemos entonces de continente.
   En Sudáfrica siempre existió el pluralismo político. Las primeras elecciones de la entonces llamada Unión Sudafricana tuvieron lugar en 1910 y a ella ya concurrieron diferentes formaciones políticas, si bien los partidos que después conformarían la vida parlamentaria del país aparecieron un poco más tarde. El Partido Comunista de Sudáfrica se fundó en 1921, el Partido Nacional en 1914, el Partido Sudafricano en 1911, a esa época pertenece también el Partido Laborista Sudafricano. Las votaciones decidían el gobierno de la colonia y en 1960, por votación, se declaró la independencia de Gran Bretaña. Difícilmente un político español pondrá pega alguna a la muy democrática República Sudafricana. Ahora bien, ¿ha sido realmente Sudáfrica una democracia durante toda su historia? Desde el tratado de Vereeniging que puso fin a la Segunda Guerra Boér en 1902, los negros carecían de derecho a voto. Cuatro millones de ciudadanos decidían sobre el destino de 24 millones de personas tratadas como poco más que animales en su propio país. ¿Acaso es esto una democracia?
   Vayamos ahora al principio de todo, vayamos a Atenas, la cuna de la democracia, la inventora de la democracia. ¿Había pluralidad de partidos políticos en Atenas? ¿Había elecciones en Atenas? La Asamblea era un órgano de participación directa, es decir, estaba conformada por los propios ciudadanos y no sus representantes. Apenas un centenar, del millar largo de cargos atenienses, eran efectivamente elegidos, el resto se sorteaba. Probablemente no había un protocolo fijo para la toma de decisiones de la Asamblea y el hecho de que pudiera estar compuesta hasta por 6000 personas hace muy poco probable que todos los asuntos fuesen sometidos a votación. El asentimiento, la aclamación y el recuento a ojo de las manos levantadas constituía el proceder habitual. La votación con bolas de color para el sí o el no sólo se efectuaba cuando resultaba difícil establecer de qué lado estaba la mayoría. El voto en Atenas era más bien la excepción que la regla.
   Podemos ir más allá. Imaginemos un país en el que todos sus ciudadanos sean exactamente iguales ante la ley. Ni el dinero, ni el cargo, ni la familia, ni la religión, ni el sexo, ni el color de la piel, ejercerán el menor influjo sobre sus derechos, deberes o posible movilidad social. Todos tendrán las mismas oportunidades, entre otras cosas, de alcanzar cargos públicos, todos se sabrán igualmente alcanzables por el brazo de la justicia. ¿No se deduce de aquí el derecho al voto? O, mejor aún, como en el caso de Atenas, ¿no resultará excepcional la utilización del voto en este país? Y al contrario ¿acaso del derecho al voto se deduce el igual sometimiento a la ley de todos los ciudadanos? Pues ahora ya sabemos lo que quieren decir nuestros políticos cuando afirman que la democracia consiste en votar. Quieren decir que, como ocurría en Sudáfrica, como ocurre en Irán, una minoría, los que siempre han mandado, los que acumulan la riqueza, los que controlan el pluralismo político por la vía de prestar más o menos dinero a quienes han de presentarse a las elecciones, conservarán siempre la sartén por el mango con independencia de cuantas votaciones se hagan. Quieren decir que los derechos están en función del cargo, de la familia o de la cuenta bancaria. Quieren decir que todos los pobres son iguales ante la ley. Quieren decir, en definitiva, que no ven el momento de acabar con el estado de derecho.

viernes, 14 de abril de 2017

La presciencia de Trump (2 de 2)

   Poco antes de las tres de la tarde del 3 de abril de 2017, una bomba explota en un vagón de metro en pleno centro de San Petesburgo. Las primeras informaciones señalan que las cámaras han registrado cómo un individuo arrojaba una mochila en el interior de un vagón justo antes de que se cerraran las puertas del mismo. La versión policial habla de dos sujetos, uno que se habría inmolado y otro de barba oscura que habría colocado un artefacto en otra estación de metro, cercana a la estación de trenes de la ciudad. No hay explicaciones acerca de cómo se halló esta segunda bomba, cuál era su material explosivo, si coincidía con la anterior ni por qué no explotó. El sujeto de barba oscura identificado por la policía se entrega para poner de manifiesto que no tiene nada que ver con los atentados. 
   El ISIS, que reivindica como acciones propias hasta los accidentes de tráfico, no ha hecho público mensaje alguno sobre este atentado. Hasta el momento presente ninguna organización terrorista lo ha reivindicado. Resulta muy conveniente como lo demuestra la precavida reacción de Putin. Durante meses la prensa afín (aunque sería mejor decir, la prensa rusa, a secas) ha estado vendiendo la especie de que el apoyo al carcinero sirio ha tenido por objetivo librar a Rusia de los ataques del ISIS. Este atentado sería un duro golpe si tal organización lo reivindicara como propio o si hubiese sido llevado a cabo por alguien relacionado con Siria. Por eso resulta providencial que en medio de los cuerpos destrozados del metro, la policía rusa identifique con espectacular velocidad los restos de Akbarzhón Dzhalílov, de origen uzbeco aunque nacido en Kirguizistán y que recibió pasaporte ruso con 16 años. Residía en San Petesburgo desde 2011. La policía informa que se habría convertido al islamismo radical en un curso exprés de cuatro semanas recibido durante un viaje a su tierra natal. Posteriormente será detenido un grupo de personas en San Petesburgo y Moscú también procedentes de Asia Central. Durante los arrestos se encontrará otra bomba casera de material sin identificar. 
   7 de abril de 2017, viernes (como había predicho Donald Trump), Estocolmo, capital de Suecia (como había predicho Donald Trump), un extranjero (como había predicho Donald Trump), irrumpe en una céntrica calle peatonal a bordo de una furgoneta, mata a cuatro personas y deja once heridos. A bordo del vehículo se encuentra una bomba casera que no llega a explotar y de material no identificado. Casualmente también se trata de un uzbeco.
   Supongamos que no hubiese habido atentado en San Petesburgo. Las autoridades suecas tendrían motivos para mirar hacia Moscú, sospechando que sus servicios secretos habían jugado sucio, al no avisarles de los tejemanejes de un ciudadano de su órbita llegado a la capital sueca y con turbios contactos. Pongamos sobre la mesa el atentado de San Petesburgo, ¿acaso no debería aumentar la colaboración entre Suecia y Rusia contra un enemigo común que ha atacado a ambas? ¿acaso el gobierno sueco no debería restablecer relaciones de confianza con Putin, obviando sus jueguecitos estratégicos en el Báltico? ¿acaso la OTAN puede proteger a Suecia de situaciones como esta? Porque está claro que, de existir colaboración con ellos, los servicios secretos rusos sí que pueden.
   ¿Cuánto esfuerzo puede costarle a un servicio secreto, con toda la información que tiene acumulada sobre cada uno de nosotros, convencer a alguien de que está cometiendo un atentado en nombre de una organización con la que, realmente, no ha tenido ningún contacto? Cuando el terrorismo consistía en “organizaciones”, más o menos estructuradas, se produjeron numerosos casos de células reclutadas por un movimiento terrorista que, en realidad, estaban obedeciendo órdenes de alguien que no tenía nada que ver con él. En estos tiempos de terrorismo por inspiración, de pishing, de "lobos solitarios", la impostura resulta trivial. 
   ¿Y Trump? ¿qué bola de cristal utilizó? ¿o acaso no fue una bola de cristal? ¿un informe, una comunicación verbal? ¿pero de quién? Porque se equivocó en la fecha (no en el día). ¿O tal vez no se equivocó y, simplemente, se precipitó, obligando a retrasar los planes, a reelaborarlos, a pegarles por delante un atentado que no estaba previsto de antemano para que la cosa no quedase demasiado evidente? ¿O quizás fue a la inversa? ¿Quizás se trataba de confirmar a posteriori las afirmaciones de Trump? Ciertamente la Casa Blanca lo agradecería aunque fuese a costa de una luna de miel entre Estocolmo y Moscú.
   Cabe otra explicación, que estamos hablando de casualidades. Ciertamente, se trata de una versión sólida pues toda la historia del terrorismo está llena de casualidades. Sólo hay una cosa que no es casualidad: que, una vez más, han sido ciudadanos inocentes, como Ud. o como yo, quienes han pagado con su vida.