domingo, 29 de octubre de 2017

Banderas (3. Los colores de la nación)

   Como buenos hermeneutas del siglo pasado, los vexilólogos se dedican a interpretar las banderas sin explicarnos por qué a ellas (y no a cualquier otra cosa) se las trata como símbolos. A lo sumo, se remiten a la noche de los tiempos y nos hacen un recorrido por la historia de los estandartes, aniquilando cualquier distinción entre ellos y las banderas. Ciertamente, los estandartes constituían representaciones, más o menos estilizadas, del tótem, el animal o cosa de la que el clan cree descender y con el que se identifica, procedencia que apenas si queda disimulada incluso en épocas tan tardías como el Egipto dinástico. El estandarte presentaba, sin embargo, un importante problema que lo aleja de las banderas actuales. Tallado en madera resistente, debía poder transportarse por unidades militares cuya velocidad de movimientos constituía una de sus claves. Como consecuencia, los estandartes más grandes resultaban poco visibles con el ejército en marcha y menos cuando éste acampaba. Para aligerar su peso se sustituyó la talla por tela, en la cual no dejaban de representarse animales. Aparentemente cercanas ya a nuestras banderas, estos emblemas cosidos siguen presentando una diferencia fundamental respecto de ellas, a saber, tenían al viento por su principal enemigo. Clavadas en una madera horizontal, el propio avance de la unidad hacía que se enredaran en su mástil, así que se utilizó, de modo general, una tela tan pesada como pudiera encontrarse y se les añadió, con frecuencia, cordones y borlas de brillantes colores que pudieran identificarlas incluso cuando se hallaban en semejante circunstancia. Habiendo ganado en tamaño, seguían resultando poco visibles en medio de campamentos militares cada vez más grandes.
   Banderas en el sentido en que las conocemos sólo pudieron surgir cuando y donde se comenzó a trabajar un tipo de tela resistente a las tensiones causadas por el viento. No hubiese constituido buen agüero crear banderas que debían sustituirse a los pocos días de izadas debido a que se deshilachaban de tanto ondear. Eso, evidentemente, nos conduce a la seda y a su lugar de procedencia. China, desde luego, constituye un buen origen para las banderas en el sentido en que las conocemos hoy día, pues, recordemos, desde los tiempos más antiguos, los historiadores nos narran las luchas por la unificación del país. Se cuenta que el rey o emperador y su bandera nunca iban juntos, pues la captura de uno de los dos sentenciaba el combate. Incluso con el emperador capturado, si su bandera permanecía en manos del ejército que comandaba, a éste le cabía la posibilidad seguir luchando, sin que la inversa pudiera considerarse siempre cierta. Tenemos, pues, el símbolo materialmente constituido como lo conocemos, pero aún no funcionalmente. En efecto, no cualquiera podía portar las banderas así entendidas. Si la victoria militar dependía de su captura, únicamente soldados especialmente entrenados y de particular confianza podían llevarla. Todavía más, mantenerla más o menos oculta o, en todo caso, hacerla poco visible, resultaría ocasionalmente requisito para su mantenimiento en las manos que interesaba. En algún momento debió producirse la inversión de términos que hizo de su multiplicación el punto fuerte de su salvaguarda. Si cualquiera puede enarbolarla, su captura carece de significado estratégico, además de multiplicar su visibilidad. 
   Desde China, las banderas siguieron la expansión del Islam, que las usó con fruición hasta llegar a su enfrentamiento y victoria sobre los estandartes visigodos. Poitiers logró detener la expansión del Islam, pero no de las banderas, que proliferaron entre los reinos cristianos hasta el punto de que ya no supieron entenderse sin ellas. Lejos de la leyenda de que las naciones se otorgan banderas con sus símbolos identificativos, tenemos que las banderas llegaron a Europa en la protohistoria de sus naciones, contribuyendo de modo decisivo a su formación. Este hecho, que las banderas acaban por originar naciones y no al contrario, podemos verlo muy claramente en un fenómeno creciente en el deporte.


   En 1933, entraron en la liga de fútbol americano los Pittsburgh Pirates, con su uniforme negro, oro y blanco, en plan abejita. Radicados en uno de los centros productores de acero de los EEUU, pasaron a denominarse Pittsburgh Steelers hacia los años 40. Equipo duro y tenaz desde siempre, ningún otro ha ganado más títulos de la NFL desde 1967 hasta el presente. En 1975, el periodista John Facenda acuñó el nombre de Steelers Nation para referirse a sus fans dentro y fuera de Pennsylvania, término que aficionados y equipo reproducen allí donde pueden a la menor ocasión.


Desde entonces, han venido surgiendo otras naciones agrupadas tras otras tantas banderas de nuevo cuño. Así tenemos la Raider Nation en Oakland, la Red Sox Nation, esta vez referida a uno de los equipos de béisbol de Boston y la Cardinal Nation, también seguidores de un equipo de béisbol en esta ocasión de San Louis. Y, por supuesto, no debemos olvidar que el Barça “es más que un club”. 
   Tomemos cuanto llevamos visto, quiero decir, tomemos que una bandera carece por completo de carácter simbólico si no se la ve y la mejor manera de que se la vea consiste, obviamente, en fabricarlas de tamaño inmenso, pero también en reproducirlas de modo que aparezcan por todas partes. Si ahora unimos esto con el rasgo definitorio de nuestra era, la imagen, comprendemos la necesidad estratégica de multiplicar las banderas hasta el infinito para que cada imagen que se tome capte una. También lo podemos decir a la inversa, una época en la que la imagen constituye la superficie única de la realidad, lleva inevitablemente a la proliferación de las banderas hasta el infinito. Añadámosle ahora que toda bandera constituye condición de posibilidad del surgimiento de una nación, habremos de concluir entonces que una época fascinada por las imágenes sólo puede conducir al crecimiento sin límite de todo género de nacionalismos.

domingo, 22 de octubre de 2017

Banderas (2. Vexilologueando)

   El proceso siempre ocurre de la misma manera. Primero, alguien introduce la idea de un modo teórico, abstracto, aséptico. Si no recibe demasiadas críticas, se convierte en idea política y si obtiene algunos apoyos, se transforma en ley. Antes de que reapareciera en la política española, la Cruz de Borgoña había tenido un renacer mucho más silencioso y en un contexto que, por alejado de las cámaras de televisión, hizo que nadie reparara en él. En efecto, una versión en pequeño de la Cruz de Borgoña lo constituye la bandera de la Sociedad Española de Vexilología. 


La vexilología, disciplina inventada por Ottfried Neubecker y popularizada por  Whitney Smith, se dedica al estudio y, cómo no, a la invención de nuevas banderas. De hecho, los vexilólogos españoles, envalentonados, decidieron celebrar el 25 aniversario de la constitución de su sociedad con (¿lo adivinan?) una bandera que mezclaba una Cruz de Borgoña ya poco disimulada con la bandera confederada. 


A lo mejor consideran las hazañas de la Sociedad Española de Vexilología una expresión más de lo que decía mi abuela, que tiene que haber gente para todo. Yo creo que no, que se trata de auténticos visionarios que han localizado el nuevo nicho que se abre en el mercado laboral. En efecto, en los edificios oficiales en los que estudié, había un único mástil donde ondeaba la bandera de España. Ahora ya tiene que haber cuatro, uno para la insignia nacional, otro para la autonómica, otro para la local y no puede faltar la bandera de la Unión Europea. No entiendo muy bien por qué las provincias no tienen también su propia bandera, pero más sorprendente resulta la poca atención que han prestado los expertos en imagen corporativa a las banderas. Insisten mucho en la repetición por todas partes de los colores que identifican a la marca, en la omnipresencia del logo correspondiente y en la necesidad de repetir en todos los rincones el último eslogan creado por el departamento de marketing. Sin embargo, olvidan el indudable fenómeno identitario que producen las banderas y que podría conducir a los empleados a pensar que de verdad participan en una empresa, una empresa que dice algo de ellos y con la cual se pueden identificar. Enarbolando una bandera resultaría extremadamente fácil convencerlos de que se hallan en una competición diaria entre “nosotros” y “ellos”. En lugar de esa reunión matutina en la que los empleados terminan autojaleándose, práctica bastante habitual en Oriente y en algunas multinacionales, yo propondría que cada mañana comenzase con el izado de la bandera y la interpretación de una fanfarria encargada ex profeso. Sin duda, contribuiría a un incremento de la coherencia pues dejaría claro a todo el mundo la naturaleza de eso a lo que llamamos “el libre mercado”.
   La bandera de empresa debería colocarse bien visible en todas las marcas del grupo empresarial para que clientes y empleados pudieran reconocer e identificar fácilmente en manos de quién se hallan o, como gusta decir a los teóricos de imagen corporativa, “para transmitir los valores de la empresa”. Se me dirá: “eso ya ocurre”. No exactamente. Lo que solemos encontrarnos en la entrada de un concesionario de coches corresponde a lo que en alemán se llama una Fahne, diferente de una Flage. La Fahne corresponde a las banderolas que solemos ver actualmente y que no pasan, por lo general, de un insulso fondo blanco sobre el que se destaca el logo de la marca. A efectos vexilológicos, las empresas no han pasado la etapa de las banderas anteriores a las insignias nacionales, meros símbolos de las casas reinantes y que, como en el caso de España, confundían a los ejércitos en combate pues por todas partes reinaban los Borbones. Se trata de reducir el tamaño de los emblemas, quiero decir, de los logos, hasta hacerlos algo secundario y de utilizar la paleta de colores identitarios de un modo mucho más poderoso para generar verdadera adhesión, auténtica pasión por ellos. Con una bandera, haciendo que los empleados la sientan de verdad, rendirían más, protestarían menos ante nuevas condiciones laborales y podría regateárseles aún algo de sus salarios.
   La utilización de banderas de marca solucionaría muchos de los problemas actuales de las grandes empresas. Resulta muy confundente que el Banco Sabadell tenga su sede en Alicante o que Caixabank tenga su sede en Madrid. Enarbolar una bandera en cada una de sus oficinas dejaría bien claro dónde residen. Por supuesto, no me refiero a una bandera española, me refiero a una bandera propia. Yo propongo, por ejemplo, un billete de 500€ con los colores característicos de la corporación. De este modo quedaría para siempre claro a quién reconocen por su Dios, su Patria y su Rey, más allá de los vaivenes políticos que puedan acontecer. No se trata sólo de las entidades financieras, hace poco leí un artículo sobre la utilidad de la imagen corporativa en las farmacias y no, no se refería a las empresas farmacéuticas, se refería a las farmacias que hay en cada esquina de nuestras ciudades. El autor mostraba la cohesión y, como consecuencia, el aumento de la eficiencia que producía en las farmacias poseer una potente imagen corporativa. Nada mejor para maximizarla que una bandera. De este modo tendríamos banderas no ya al lado de cada cajero automático, sino en cada farmacia. Eso sí, correríamos el riesgo de que cada una de ellas acabase engendrando una nación con deseos de independencia.

domingo, 15 de octubre de 2017

Banderas (1. La Cruz de Borgoña)

   Quien exhibe una bandera muestra, ante todo, su ignorancia. Por eso la pretensión de los filósofos del siglo XX de interpretar los símbolos resulta tan sospechosa, porque oculta bajo la mesa el proceso de su constitución. Ningún icono habría sido fabricado si el oro no hubiese llegado a las manos de los orfebres desde lejanas minas, ningún texto podría traducirse sin haberse transcrito previamente y ninguna bandera ondearía sin toda una sucesión de usurpaciones que resultan otros tantos ejercicios de poder. Los hermeneutas huyen de tales cuestiones como del demonio, pues ponen a las claras el chiringuito al que sirven sus especulaciones. Más pronto que tarde la pregunta acerca de qué "son" tales o cuales símbolos, el expreso deseo por eludir la cuestión de por qué hay estos símbolos y no cualquier otra cosa, la sucesión de interpretaciones tan válidas las unas como las otras, acaba generando la diarrea interminable de majaderías que hemos tenido que soportar en lo que llevamos de este aciago mes de octubre. De entre ellas no ha sido la menor ver ondear de nuevo la Cruz de Borgoña.

   La Cruz de Borgoña, para quien no lo sepa, constituye el emblema del carlismo. Explicar en qué consiste el carlismo y sus diferentes facciones merecería un blog aparte, de modo que no me voy a meter en demasiadas profundidades, bástenos decir que durante mucho tiempo constituyó un movimiento político tradicionalista, antiliberal (en todos los sentidos del término “liberal”) y partidario de una rama alternativa de los Borbones para el trono de España. “Dios, Patria, Rey” conformaron su divisa hasta que alguien les pegó por detrás el de “Fueros”. Con tal añadido, se convirtió en motivo de tres o cuatro guerras civiles en nuestro país durante el siglo XIX, para acabar en las filas del levantamiento franquista que no dudó en poner sus cruces en algo tan poco tradicional y apegado a la tierra como los aviones del ejército (con objeto de diferenciarlos claramente del bando republicano). Pues bien, la Cruz de Borgoña, la bandera de fondo blanco con una cruz roja simulando los nudos de un árbol, la trajo a España el hijo de María de Borgoña y Maximiliano I de Habsburgo, conocido como Felipe “el Hermoso”. Por tanto, se trata de la insignia de un príncipe extranjero y de su guardia pretoriana. Sin embargo, pasó a convertirse en la bandera de España o, al menos, de su corona o de sus ejércitos, con la llegada al trono del hijo de Felipe y Juana I de Castilla, “la loca”, quiero decir, con Carlos I de España y V de Alemania. 
   Todo el mundo conoce la historia de que en 1785, Carlos III eligió, de entre los doce modelos presentados por Antonio Valdés y Fernández Bazán, la actual bandera de España. Menos conocido resulta que, en realidad, eligió dos diseños, uno para la armada y otro para la marina mercante. Este segundo, con franjas alternativas amarillas y rojas, mejor no les explico a qué bandera se parece. Tampoco suele citarse que durante casi sesenta años, tales pabellones adornaron exclusivamente nuestros barcos. La bandera nacional y las de los ejércitos continuaron dominadas por la bandera de los Borbones y la Cruz de Borgoña respectivamente hasta el Real Decreto de 13 de octubre de 1843 sancionado por Isabel II que reconocía como nacional la bandera ganadora del concurso de 1795. De hecho, incluso hoy día, la Cruz de Borgoña forma parte de los símbolos incluidos en las banderas de multitud de regimientos del ejército español. Dicho de otro modo, la Cruz de Borgoña, la bandera tradicional del tradicionalismo más rancio del país, el sagrado símbolo del carlismo, formó parte siempre de las insignias del ejército liberal que combatió contra los carlistas en 1833-40, 1846-9 y 1872-6. La utilización por parte de los carlistas que participaron en esas guerras de este emblema constituyó, en realidad, un intento por apropiarse de unos símbolos ajenos, los del poder central. Los carlistas no tomaron como propia dicha bandera hasta 1935, cuando el onubense Manuel Fal Conde, tan diestro en romper cráneos de izquierdistas como lego en historia, reagrupó las unidades paramilitares del carlismo para conformar el Requeté. Así, el carlismo, todo tradición y culto a los ancestros él, acabó identificándose con el símbolo que portaban quienes fusilaron a sus antepasados.

domingo, 8 de octubre de 2017

Contra la especialización (2 de 2)

   Platón, puso el énfasis demasiado pronto y demasiado ingenuamente en algo que hubiese sido mejor para todos que nadie hubiese notado, a saber, que el devenir del Estado dependía de la educación. Desde entonces, las clases dirigentes no han dejado de utilizar la educación como un arma para perpetuarse en el poder. Hasta qué punto resulta cierto esto, lo podemos ver en el pseudoargumento de que nuestros sistemas educativos deben producir especialistas que satisfagan las demandas del mercado. Para empezar, el proceso que conduce a la especialización, no es nada diferente de organizar las clases sociales en función de las habilidades infantiles de los individuos, tal y como quería Platón. Habilidades infantiles que, salvo generación espontánea (de cuya existencia no dudo), tenderán a desarrollarse de acuerdo con el entorno familiar, pues cuanto más se convenza a los individuos del ciego determinismo que rige el mundo, con más frecuencia seguirán sus dictados, aunque éstos no existan. El especialista en implantes mamarios, con poco que se esfuerce, ganará inevitablemente más que el albañil, así que, en plena adolescencia, a los sujetos les corresponde escoger la clase social a la que van a pertenecer o, al menos, el nivel de ingresos que tendrán en su vida adulta. Pero claro, esto no se hace en nombre de una sociedad justa carente de conflictos sociales como pretendía Platón, se hace en nombre de algo mucho más importante, las necesidades del mercado.
   Tomemos el caso de los estudios informáticos o de los ingenieros. Unos estudios universitarios en estos campos, como en el resto, no duran menos de cuatro años. ¿En qué debemos especializar a nuestros estudiantes, en los nichos profesionales más demandados en el momento en que comienzan sus estudios o en los nichos profesionales que, suponemos, serán los más demandados al final de los mismos? Jóvenes convencidos de las salidas profesionales de su especialidad pueden encontrarse fácilmente con que ésta ya no existe cuando efectivamente llegan al mercado laboral. Y, a la inversa, quienes optaron vocacionalmente por especialidades de difícil salida, pueden verse agraciados por un repentino cambio en las necesidades del mercado. Esta semana misma, entre las muchas tontería que publica últimamente, El País incluía un artículo sobre la exigencia de conocimientos informáticos en los economistas, economistas que, de acuerdo con nuestro modelo educativo, habrán abandonado cualquier estudio relacionado con la informática allá por los trece años. 
   La especialización, la especialización en la que se pone tanto énfasis como única posibilidad en el futuro inmediato, constituye, la mayoría de las veces, una engañifa que produce más parados de los que evita. Si de verdad se quiere proporcionar a nuestros jóvenes estudios que les permitan el triunfo en su vida laboral el camino pasa exactamente por lo contrario, por proporcionarles un acervo de conocimientos lo suficientemente amplio como para que les permita orientarse laboralmente sea cual sea la situación. El conocimiento de principios básicos, el dominio de las reglas generales, la visión panorámica y no la estrechez de vista, constituyen las garantías de la adaptación a los cambios del mercado laboral. Alguien con dominio general de, digamos, informática, griego, historia, matemáticas y literatura, está preparado para apreciar los cambios generales, orientarse en una situación cambiante y adquirir rápidamente los conocimientos que se le exigen para una práctica concreta. No tendría problemas para saber el tipo de base de datos que necesita una librería, cómo gestionar los fondos de un museo arqueológico, extraer enseñanzas del pasado para las inversiones del futuro o diseñar una web para promocionar un libro. Sus propios conocimientos le proporcionarían las sinergias necesarias para detectar nuevos nichos de negocio justo en el momento en que estaban naciendo... Pero, claro, estamos hablando de alguien con visión general, capaz de anticipar futuros cambios, capaz de detectar la realidad detrás de los acontecimientos, en definitiva, de alguien difícil de engañar agitando una bandera, apelando a emociones básicas o farfullando palabras tan grandes como vacías. Quienes reducen su horizonte a una pequeña zona del mercado o del conocimiento pierden amplitud de miras y les resulta extremadamente difícil comprender el significado último de todo aquello que cae fuera de su estrecho horizonte. Crear especialistas constituye un modo de avanzar más rápido en disciplinas cada vez más reducidas y compartimentadas a la vez que se impide que el saber se erija en barrera contra el poder. Esa es la razón por la cual se vocifera con tanta insistencia su necesidad y no las supuestas exigencias de un mercado tan cambiante que lamina constantemente los nichos que va creando.

domingo, 1 de octubre de 2017

Contra la especialización (1 de 2)

   La educación constituye uno de los temas recurrentes del pensamiento de Platón. Desde sus primeros diálogos, comienza a desgranar ideas sobre la misma. Platón se dio cuenta de su importancia política y que sería imposible tener un Estado medianamente funcional si no se poseía ciudadanos adecuadamente formados. Por tanto, la educación debe constituir uno de los elementos centrales de un Estado que quiera sobrevivir y creo recordar que en el diálogo Leyes llega a decir que lo que hoy llamaríamos el Ministerio de Educación, debe estar dirigido por el mejor hombre que haya en el país. Esta idea de colocar la educación en manos del Estado rompe con la tradición ateniense de dejar a los particulares la educación de sus hijos, que llevó a la proliferación de todo género de educadores y escuelas que competían ferozmente por una clientela, preferentemente acomodada e influyente. Como casi siempre, Platón toma como modelo a Esparta, si bien intenta mejorarlo mediante la introducción de unas aspiraciones éticas que en la realidad del Estado espartano brillaban por su ausencia. La educación común y guiada por el Estado de Esparta, tenía como objetivo la pura supervivencia, la victoria militar, sin reparar nunca en los medios utilizados. Por contra, Platón enfatiza que los educadores no deben ser crueles, si bien lo peor que se puede hacer por un niño consiste en ceder a todos sus caprichos. Un cierto orden y disciplina, la ejecución de ciertos castigos, resulta absolutamente necesario si queremos educar adecuadamente a los jóvenes.
   En la República, Platón establecía que cada uno de nosotros hacemos mejor aquello para lo que tenemos dotes naturales. Por tanto, si queremos una sociedad bien organizada resultará lógico que cada uno se dedique a aquello para lo cual se halla capacitado. Platón recomendaba, pues, comenzar el proceso educativo muy pronto, en torno a los tres años, mediante el juego y la música. Los encargados de la educación deben vigilar muy de cerca el comportamiento que los niños desarrollan durante estos juegos y, más pronto que tarde, se los habrá de someter a una prueba que determine sus habilidades o, lo que viene a ser lo mismo, la clase social a la que van a pertenecer. Quienes muestren valor, coraje, habilidades para el combate, la música y las matemáticas, pasarán a englobar la clase de los guardianes. Quienes carezcan de tales habilidades conformarán la mucho más numerosa clase de los productores. Ellos serán los encargados de fabricar todo cuanto el Estado necesite y de proveerlo con los alimentos necesarios. Platón no se detiene mucho en el modo que han de ser educados estos productores, pero todo parece indicar que su educación debe ser eminentemente práctica, dirigida al manejo de las herramientas propias de su profesión y con poco lujo de detalles teóricos, en especial, con poca o ninguna formación en los principios últimos que llevan a optimizar la producción. Estos formarán parte de las directrices impartidas por los gobernantes y no de la creatividad o de la capacidad planificadora de los productores que, simplemente, no debe existir.
   En cuanto a los guardianes, resulta bien conocido que Platón les quiere inculcar, primero música y gimnasia y que, después, los más capacitados, serán educados en las matemáticas y finalmente, en la filosofía. Aquellos que hayan logrado sobrevivir a diez años de matemáticas primero y otros tantos de filosofía después, gobernarán el Estado. A lo mejor no son los más sabios, pero, desde luego, habrán demostrado ser quienes más aguante tienen.
   Naturalmente, Platón era un filósofo, y todos sabemos que los filósofos nunca dicen nada que tenga sentido. Lo de que los gobernantes deban estudiar filosofía suena a cachondeo, de hecho, suena a cachondeo que los gobernantes tengan que estudiar algo. El ministro de educación puede ser cualquiera y resulta mucho más democrático si es cualquiera que no ha tenido ni la más remota relación con asunto educativo alguno. Y que los niños tengan que ser clasificados en su más tierna infancia suena a la más rancia tradición fascistoide. Sin embargo, precisamente hacia eso es hacia lo que vamos. Por supuesto, no se trata de encuadrar a nadie en una clase social por sus habilidades infantiles. Se trata de otra cosa “absolutamente diferente”, a saber, que el amplísimo cúmulo de conocimientos que poseemos resulta inabarcable, por lo que debemos irnos “especializando”, cuando antes. La decisión de qué estudiar, que antes podía tomarse el día mismo en que uno se matriculaba en la universidad, ha ido anticipándose progresivamente y, con nuestro sistema educativo, en torno a los catorce años, un alumno debe ir ya decidiendo el tipo de asignaturas que va a elegir. La optatividad, el abanico de posibilidades y, por tanto, el itinerario educativo a seguir, se abre año tras año a la vez que se cierra la posibilidad de acceder a cierto estudios universitarios en torno a unos pocos caminos homologados para ello. Aún más, se nos insiste en que la universidad está definitivamente alejada del mercado, que en ella no se enseñan las cosas que se necesitan para obtener una salida profesional, que hay que adecuar los estudios universitarios al tipo de trabajadores que se necesita y, claro está, las empresas no necesitan “torneros”, necesitan alguien especializado en la fabricación de cierto tipo de muelles; no necesita “biólogos”, necesita especialistas en la depuración de aguas residuales; no necesita “licenciados en filología inglesa”, necesita alguien que hable acerca del tipo de errores informáticos que se producen en la construcción de redes con los ingenieros de Bombay; y, por supuesto, no se necesitan filósofos, historiadores, ni nadie que haga pensar a los trabajadores. En definitiva, se nos repite con la machaconería que sólo puede acompañar a las mentiras, o nuestro sistema educativo produce especialistas o sólo fabricará parados.

domingo, 24 de septiembre de 2017

Lo peor.

   He visto ya muchas cosas. He visto cosas que no creeríais. He visto progresistas de toda la vida preguntando por qué el ejército no ha tomado todavía Barcelona. He visto a quienes ahora reclaman una limpieza étnica en la futura República Independiente de Cataluña cantar el Que viva España en la feria de Sevilla. Por eso, cada vez que me preguntan qué va a ocurrir con Cataluña, respondo lo mismo: lo peor, lo peor para todos. No hace falta lucirse para llegar a semejante conclusión. Mal que le pese a muchos, todos somos españoles, así que no sabemos resolver los problemas si no es a las bravas. Además, tenemos, a Don Tancredo, este simpar presidente del gobierno que nos ha caído en gracia, cada vez más pálido, incluso para ser gallego, en el momento más inoportuno y cuya especialidad ha consistido siempre en no hacer nada hasta que no resulta estrictamente necesario. La idea de planificar con antelación algún género de estrategia, de anticipar los movimientos del adversario, de conducirlo hacia donde se lo quiere llevar, tan ajena a éste, nuestro querido país, a él ni se le pasa por la cabeza. Durante años y hasta la fecha misma en que escribo estas líneas, el bloque nacionalista catalán ha llevado la iniciativa, marcando los tiempos, el tablero en el que se iba a jugar la partida y las reglas, mientras el gobierno se limitaba a tomar nota y amenazar con una reacción que sólo se ha producido en el último momento. En definitiva, siguiendo una venerada tradición patria: ¿para qué prever? ya improvisaremos. Por supuesto, ni Don Tancredo, ni la panda de sinvergüenzas del otro lado, tiene la más remota idea de otra historia que la que se han encargado de inculcar en nuestros tiernos infantes para arrimar el ascua a su sardina. Hay dos hechos que permiten predecir fácilmente los hilos del porvenir y que ponen los pelos de punta. El primero de ellos consiste en la inveterada habilidad de nuestro país para manejar mal todo tipo de crisis. Durante siglos, cada crisis que ha aparecido en el horizonte se ha enfocado equivocadamente. Así perdimos el imperio más grande que nación alguna ha tenido, repitiendo los mismos errores una y otra vez desde Flandes a Cuba, pero no en línea recta, no, sino dándole la vuelta al globo y pasando por Filipinas. El segundo consiste en que Cataluña y, particularmente, Barcelona, tiene una larguísima tradición de insurrecciones que han terminado todas igual, en un baño de sangre inútil, desde la guerra de los Segadores en 1640 hasta la Semana Trágica de 1909. Añadámosle un ex-presidente de la Generalitat, Arturito Mas, que se frota las manos y espera y que hace ya meses declaró que celebrarían el referendum, proclamarían la independencia y el Estado español no haría nada. Añadámosle un presidente de la Generalitat, al que su flequillo no le permite ver ni la punta de su nariz y que prometió una consulta popular con todas las garantías democráticas y que ha dado a conocer los colegios electorales correspondientes a través de su cuenta de Twitter, dirigiendo a una página web en la que nadie sabe muy bien qué se hará con los números de DNI que se introduzcan. ¿Qué cabe esperar con todos estos antecedentes?
   Por supuesto, cuando hablo de “lo peor”, doy por descontado que habrá muertos y heridos. ¿Han leído las proclamas de unos y otros? ¿han prestado atención al interlineado que hay en ellas? Están deseando que haya derramamiento de sangre, casi se dan codazos de impaciencia para ver si se trata de un joven con la cabeza abierta o un policía ardiendo. El primer muerto, piensan, es fundamental, especialmente si hay vídeos, fotografías de su muerte, por tanto, tiene que ser uno de "los nuestros". No ahorrarán esfuerzos para conseguirlo, mandando manifestantes a donde saben que menos se los tolerará o dejando algún uniformado aislado al albur de las masas. 
   Me gustó mucho la foto que publicó Julian Assange, la famosa fotografía de un civil ante una fila de tanques, comparándola con la situación en Cataluña. Es muy oportuna... porque muestra claramente la diferencia entre Tiananmén y lo que ocurre ahora mismo en nuestro país. En Tiananmén, los líderes de la revuelta estaban en la plaza misma, compartiendo campamentos, cargas policiales y destino con el resto de estudiantes. ¿Dónde está el Govern de Cataluña? ¿compartiendo los riesgos de la batalla por la liberación con su amado pueblo o cómodamente atrincherados en sus despachos con aire acondicionado? Esa es la obvia diferencia entre Gandhi y Oriol Junqueras, el tamaño de sus barrigas.
   Pero lo peor no es algo que esté por llegar, lo peor está pasando ya. La “defensa de la Constitución” implica la supresión por la fuerza de los hechos de las garantías constitucionales. Por supuesto, nadie va a implantar la censura de prensa. Nadie la va a implantar porque no hace falta. Lean los periódicos de tirada nacional de las últimas fechas y traten de atisbar alguna diferencia entre sus líneas editoriales, algo que pueda etiquetarse de "información objetiva". Analicen la pluralidad  de puntos de vista que presentan nuestros noticiarios. ¿Recuerdan a Buenafuente? ¿recuerdan a Sardá? ¿alguien recuerda a estas alturas que eran deslenguados que decían lo que les venía en gana? Ahora son políticamente correctos, porque entienden muy bien quién les paga. Y hablando de estómagos agradecidos, ¿han leído el escalofriante manifiesto en el que más de 500 profesores universitarios españoles piden al Estado que “haga uso de la fuerza” para frenar el referéndum? ¿Este es el régimen de libertades que queremos defender? ¿así queremos proteger la Constitución? ¿ésta es la “democracia” con la que amaneceremos el 2 de octubre? ¿Con cuánto dinero, con cuántas prebendas habremos de enjugar estos desaires hacia los catalanes? Y los catalanes, ¿con qué amanecerán ese día? ¿con tanquetas en las puertas de los colegios a los que deben llevar a sus hijos? ¿en manos de un Govern experimentado en el arte de saltarse las leyes? Mucho me temo que no tenemos que esperar al dos de octubre, porque ya tenemos encima lo peor.

domingo, 17 de septiembre de 2017

Del amar y el comer

   Como ya he explicado, me parece sintomático que Por qué soy misántropo, continúe encabezando las entradas más leídas y comentadas de este blog. Hace unos días apareció por aquí (quiero decir, por allí), “M.” con quien inicié una serie de intercambios de pareceres. En su último comentario decía: 
“Una chica que queda con usted y no se presenta ni lo llama es una chiquilla a la que le falta un hervor... Amar a los seres humanos implica necesariamente ver cosas buenas en medio de la inmundicia o la fealdad (ética y de todo tipo).”
Rápidamente le repliqué que yo atraigo la comida cruda, cosa totalmente cierta por muchos motivos que no voy a contar aquí y porque da igual cómo pida la carne en los restaurantes, siempre me la traen que sólo le falta latir. Mi asociación de ideas vino,  resulta obvio, de la multitud de expresiones que hay en los idiomas mediterráneos para hablar del amor a través de un lenguaje ligado a la alimentación, desde el piropo “estás para mojar pan”, hasta esa dulzura que le dice una madre a su crío, “te voy a comer enterito”, que debe inducir a los bebés a pensar que han venido al mundo en una cultura caníbal. Eso sin contar con el contenido sexual de los mordiscos, razón por la cual resulta un rollo mantener relaciones con una modelo. Pero mucho más interesante me pareció la idea de que amar implica pasar por alto la inmundicia de los seres humanos, exactamente lo mismo que hacemos en la mesa. Allí resulta de mal gusto recordar cómo se obtienen las trufas, el proceso de elaboración del foie gras, el nicho ecológico que ocupan las langostas, el género animal del que forman parte los caracoles o, paradigma de cuanto vengo diciendo, los gustos de ese delicioso animalito del que sacamos el jamón. En la mesa también idealizamos. Convertimos un bicho que se solaza en el barro, se alimenta de lo primero que pilla y no se lava ni por equivocación, en la forma pura de lo deseable. Quienes viven en la cultura del horror al cerdo, no pueden sino mirarnos y preguntarse si no sabemos lo que comemos, como quien ve desde fuera ese amor por un desalmado y no puede dejar de preguntarse cómo puede ignorar la pobre desgraciada lo que le espera.
   Más de un genio de los negocios se ha dado cuenta de lo que digo y ha hecho fama y fortuna preparando platos extraordinariamente aptos para servir de modelos fotográficos, pero incapaces de alimentar. Pide uno reserva con dos meses de anticipación, le clavan 400€ por una comida deliciosamente servida y cuando llega a su casa se tiene que preparar un bocadillo para no acostarse con hambre. Entonces comenzamos a sospechar que tal vez Freud tenía razón y que buscamos, de restaurante en restaurante, como de cama en cama, los sabores y las caricias originarias con los que nos criamos. También estos estafadores de los fogones constituyen un síntoma de estos tiempos en los que cuenta únicamente consumir, preferentemente sin alimentar nuestro espíritu ni nuestro cuerpo o, mejor aún, envenenándonos con hamburguesadas que haremos bien en excretar antes de que nos dañen definitivamente. No defiendo que haya que correr el riesgo de resultar muerto en el intento, ni en el amor ni en los manteles, pero sí que aprecio todo lo que va más allá de la pura satisfacción instantánea, incluyendo ese momento de reposo, esa pequeña conversación tras la comida que tanto mima nuestra cultura. Amar, comer, pensar, se pueden hacer de muchas maneras, pero no a toda velocidad como tratan de inculcarnos desde tantas partes. Así nos hemos quedado todos, pidiéndole al amor y a nuestro “espíritu”, lo que sólo la comida puede darnos: asimilar lo otro para convertirlo en parte de nosotros mismos. Desde Platón, queremos engrandecernos con el amor, hacernos más poderosos, más plenos de nosotros mismos, queremos, por supuesto, reproducirnos, en un sentido que sólo puede entenderse como copiarnos para perdurar en el tiempo. No se trata de la perduración del otro, buen cuidado ponemos en que nuestros hijos imiten cada uno de nuestros defectos. Se trata de nuestra propia perduración en un sentido ridículo que sólo comprenderemos plenamente si consideramos que actúa en nosotros un instinto, el poderoso espíritu de la especie que quiere sobrevivir y nos engaña de este modo. Nada de esto cuadra con el amor y sí con la alimentación. Los alimentos sirven para hacernos más grandes (muchas veces tanto que ya no entramos en nuestra ropa habitual), nos permiten perpetuarnos a nosotros mismos y reproducirnos en un sentido literal. La vida consiste en ese mantenimiento en la existencia por la reproducción, por la replicación, por la constancia de algo que, propiamente, no puede decirse idéntico, sino que se conserva diferenciándose de sí mismo. Confundimos, pues, amar con comer o, lo que viene a resultar lo mismo, consideramos que si para alimentarse hay que sacrificar a lo otro, también el amor tiene que implicar el sacrificio. El sacrificio de todo lo que en el otro hay de otro, todo lo que lo diferencia y aleja de mí. Obviamente no vamos a sacrificar a nuestra pareja, así que le pedimos que lo haga ella misma, que se sacrifique por nosotros, que nos dé todo aquello que no nos puede dar... porque nos ama. Y, cuando por fin nos lo da, cuando al fin se nos entrega plenamente con el sacrificio de aquello que desea, entonces no genera en nosotros satisfacción, genera temor, el temor de perderlo/a.
   Pero hay más, nuestra relación con la comida refleja nuestra vida emocional. Todos lo sabemos, cuando nuestra vida amorosa no va como deseamos, la comida pierde su atractivo y ya puede tratarse de nuestro plato favorito, que no sabe igual. Eso no significa, obviamente, que dejemos de comer. Este asunto depende de la persona. Las hay que realmente dejan de tener apetito y las hay que responden comiendo más de la cuenta o comiendo a todas horas, como hacen muchos cuando resultan presas del aburrimiento, el cansancio o el hastío. Buscamos, una vez más, el amor de nuestras vidas en cada restaurante o en cada bolsa de chucherías.
   Ya he hablado reiteradamente del sistema nervioso entérico, esa red de neuronas con capacidad de procesamiento de la información y de toma de decisiones independiente del cerebro que recubre nuestro tracto digestivo desde el esófago al colon. He comentado en varios sitios su relación con el sistema inmunitario, la mayor parte de cuyas células se concentran en el intestino. Pueden encontrarse por ahí multitud de sospechas de que el amor aumenta nuestras defensas, entre otras cosas, reduciendo la cantidad de cortisol que circula por nuestras venas. El amor, además, incrementa la producción de serotonina, ese meurotransmisor tan querido por el sistema nervioso entérico. Aunque no he podido encontrar evidencia científica de ello, doy por supuesto que existe un vínculo entre el sistema nervioso entérico y el cardíaco. Por otra parte tenemos lo que venimos viendo, las semejanzas entre el amor y la comida. Todos lo sabemos, el mejor modo de llegar al corazón de un hombre o de una mujer pasa por su aparato digestivo. Los españoles que han vivido en Alemania conocen los milagros que obra una buena tortilla de patatas. Por otra parte, nada hay de racional en el amor, bien al contrario, el amor nos atonta, disminuye nuestra capacidad de tomar decisiones racionales, como si hubiésemos dejado de utilizar ese sistema de procesamiento frío y lógico llamado cerebro. ¿Qué debemos concluir, pues, acaso que nos enamoramos con el estómago?