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domingo, 16 de julio de 2017

Arrival

   Hace tiempo que tenía la película Arrival (La llegada, 2016) en el radar, pero hasta hace unos días no pude por fin sentarme a verla. Varias razones me llevaron a ella: su director, Denis Villeneuve es el encargado de poner en celuloide la innecesaria segunda parte de una de mis películas favoritas, Blade Runner; se supone la adaptación de un multipremiado relato corto de ciencia ficción, La historia de tu vida de Ted Chiang; la banda sonora de Johann Johannsson, fue una de las pocas músicas que me llamaron la atención el año pasado; y, por si fuera poco, la protagoniza Amy Adams. En realidad, lo que cuenta la película es bien poca cosa. Se parte de la idea de que el lenguaje determina el pensamiento y se acaba concluyendo, como hace todo buen determinista, que el tiempo es pura apariencia y, si se adquiere cierto conocimiento especializado, deja de apreciarse. Un recorrido tan breve da, desde luego, para un relato corto, pero no para rellenar cerca de dos horas de efectos especiales, así que el bueno de Villeneuve se dedica a marear un poco la perdiz con falsos flash-backs, con una fotografía que se pretende preciosista y con la música de Johannsson. La escasez de acción, como la escasez de notas en la banda sonora, llena buena parte del minutaje, por lo que no debe extrañarnos que una crítica acostumbrada a la saturación musical y auditiva, haya descrito  el film como un “poema” y le haya encontrado parecidos con la sobrevalodarísima obra de Terrence Malick.
   Me imagino que la primera intención de Chiang fue crear unos marcianos a los que pudiera apodarse los “trípodes”, pero como los chistes resultaban demasiado fáciles pensó en “pentalones”, lo cual no dejaba de proporcionar guasas acerca de la naturaleza de la quinta extremidad y ésta fue la razón por la que se acabaron convirtiendo en “heptalones”, disolviendo la gracia entre tantas patas. Ni que decir tiene que, en cuanto la ven sin máscara, los heptalones quedan fascinados con Amy Adams, cosa lógica porque lo de esta mujer (o lo de su cirujano plástico) no es de este planeta. Aquí les dejo unas fotos de la Sra. Adams en Muérete bonita, su primer papelito cuando contaba 25 años y en la ceremonia de los Oscar de febrero del corriente. 



En efecto, el rostro más reluciente, hermoso y juvenil corresponde al de la mujer que tiene una hija y 18 años más que el otro. Y ahora me lo explican si pueden. A este paso la Sra. Adams acabará siendo un bomboncito en el geriátrico.
   Naturalmente, todo lo anterior no dejan de ser frivolidades por las que no me hubiese molestado en escribir nada. El supuesto meollo del asunto no es otro que la tesis Sapir-Whorf, de la que ya hemos hablado varias veces aquí y que, cuando por fin parecía perder el último reducto de incondicionales, entre Chiang y Villeneuve, la van a convertir en meme de la cultura de masas. Los lingüistas, padres de este cordero y al que tantas oraciones le dedicaron, la abandonaron hace tiempo. Pero los filósofos del siglo XX, que, como los maridos engañados, fueron los últimos en enterarse de todo, todavía hoy la siguen repitiendo cual papagayos: el lenguaje determina el pensamiento, los límites del lenguaje son los límites del pensamiento, hablantes de idiomas distintos viven en mundos distintos. Ya expliqué que si eso fuese así, entonces el español y el italiano serían inconmensurables. Como no me gusta repetirme no voy a aclarar otra vez por qué, mejor voy a presentar una magnífica refutación de dicha tesis, la que muestra la propia película. En efecto, partiendo de que los hablantes de lenguas distintas viven en mundos distintos, es decir, de la tesis Sapir-Whorf y deseando comunicarse con los marcianitos de turno, la intrépida Louise llega a la conclusión de que mejor abandonar el lenguaje hablado y centrarse en un intercambio de signos. Y hete aquí que esta línea de trabajo se convierte en exitosa, pudiendo, primero intercambiar abundante información con los llegados y, posteriormente, hablar su lengua. Además, gracias al manejo de dichos signos, Louise comienza a adentrarse en un nuevo modo de pensar, el cual le permite abandonar las limitaciones del tiempo y ver el futuro. Lo diré de otro modo, se parte de la idea de que la lengua determina el pensamiento y se acaba concluyendo que lo que realmente determina el pensamiento son los signos. Afirmación esta última que, de ninguna de las maneras, cabe en la tesis Sapir-Whorf. En efecto, tomemos dos comunidades que hablan lenguas diferentes, pero que la escriben con los mismos caracteres, ¿se entenderían o habría inconmensurabilidades entre ellos? Obviamente, la tesis Sapir-Whorf, o, por ser más exactos, el bueno de Whorf, concluiría que podrían existir enormes inconmensurabilidades entre ellas, como las que existen, pongamos por caso, entre napolitanos y brandenburgueses. Supongamos ahora lo contrario, quiero decir, una comunidad que maneja una lengua común, pero que escribe dicha lengua con caracteres diferentes. ¿Habría dificultades para entenderse entre ellos? De un modo obvio, la respuesta de Whorf sería negativa. Hasta qué punto dichas intuiciones son correctas podrá apreciarlo si estudia la disolución de Yugoslavia, país compuesto por dos comunidades, serbios y croatas, más una minoría musulmana, que hablaban el mismo idioma pero lo escribían usando grafías diferentes. Pues bien, lo que nos muestra la película es, precisamente, la importancia de los signos con los que apuntalamos nuestro pensamiento y no de la lengua con la que se expresan, algo bastante más cercano de la realidad que lo que se pretendía inicialmente defender. Que semejante contradicción, lejos de valerle el reproche de alguien, le haya proporcionado a la película y al relato en el que se basa, premios y honores de la crítica muestra bien a las claras el chiringuito que hay montado para alejar nuestras miradas del verdadero determinismo que nos atenaza y que no se halla ni en los genes, ni en el lenguaje, ni en un supuesto futuro ya escrito, sino en una mitología montada para volvernos idiotas a todos llenándonos la cabeza de incoherencias. Afortunadamente, la película termina de un modo optimista, mostrándonos en imágenes una de las más acertadas afirmaciones de Karl Marx, a saber, que "todo lo sólido se desvanece en el aire".

domingo, 25 de septiembre de 2011

Perdidos en la traducción (4)

   Entiéndaseme, no tengo nada en contra de los vendedores de seguros. Amigos míos lo han sido durante largo tiempo. Es una profesión que contribuye al progreso de la humanidad tanto (o tan poco) como otras muchas. No obstante, hay algo particular en vender seguros. Si Ud. va a un concesionario de coches, podrá tocar el modelo deseado, subirse en él y puede que hasta arrancarlo. Naturalmente, no se va a comprar un traje sin probárselo y difícilmente se le ocurrirá asociarse a un club sin echarle un vistazo a sus instalaciones. Cuando se trata de un seguro, la cosa varía. Nadie pide probar la eficacia de un seguro. La verdad es justo lo contrario, estamos deseando no tener que probarla. Ciertamente, uno se puede hacer una idea leyendo las cláusulas de cobertura, pero eso no es nada comparable con probarse un traje. Sólo se las leerá cuando ya lo tiene contratado. A menos que sea un experto en leyes, no alcanzará a comprenderlas todas y, lo que es aún mejor, a los pocos meses le comenzarán a llegar "actualizaciones" de determinados supuestos que, en poco tiempo, compondrán un volumen más grueso que el conjunto de cláusulas originales. Los vendedores de seguro lo saben. Por eso llaman a su puerta ofreciéndole un seguro "mucho mejor", aunque difícilmente podrán especificar en qué consiste esa mejoría, salvo en una disminución de la prima que paga Ud. Por decirlo de un modo breve, un vendedor de seguros vende aire.
   Benjamin Lee Whorf fue agente de seguros. Se ganaba la vida vendiendo aire, hasta que un día decidió vender también aire en un campo al que era aficionado: la sociolingüística. Así nació la famosa tesis de Sapir-Whorf. Esta tesis afirma que nuestro lenguaje determina el modo en que captamos la realidad por lo que, en última instancia, determina el pensamiento. Dos individuos pueden coincidir en sus maneras de percibir la realidad únicamente si sus trasfondos lingüísticos son equivalentes.
   La relación de Edward Sapir con la tesis que lleva su nombre es más compleja de lo que parece. Es cierto que en su escrito Language: An Introduction to the Study of Speech, afirma que el lenguaje no se puede considerar el rótulo final que se le pone al pensamiento, sino que tiene "una función pre-racional", dándole a aquel sus clasificaciones y sus formas. Pero, en el mismo libro, se puede leer que es necesario clasificar las lenguas, que entre ellas se produce convergencia evolutiva, que es "una verdad a medias" el que cada lengua tenga su propia historia, que no se pueden identificar lengua y cultura, y que no se puede hablar de relación causal alguna entre ellas.
   En apoyo de la tesis de Sapir-Whorf, se suele citar la colección de palabras que tienen los esquimales para designar la nieve. Sin duda tienen muchas, pero ¿cuántas? Según me contaron a mí en la facultad el número no estaba por debajo de las trescientas. En realidad, el último conteo es de 1978, de un editorial de The New York Times y las cifra en unas cien, es decir, unas 93 más de las que daba Whorf en su artículo original. Claro que el propio Whorf había inflado la cifra de Boas, quien había mencionado la existencia de cuatro palabras para la nieve1.  En realidad, ni los esquimales tienen tantísimas palabras para designar la nieve, ni en inglés, francés o castellano existe sólo una. Y esto es curioso, el castellano, idioma originario de unas latitudes poco propicias para las nevadas, tiene, por supuesto, la palabra "nieve", pero también "aguanieve", "nevisca", "escarcha" y lo que solemos añadir al gin-tonic, es decir, hielo. Si echamos bien las cuentas, veremos que los que tienen muchos términos para designar la nieve no son los esquimales, sino los castellanohablantes. Cinco palabras para cubrir una realidad que los castellanos originarios difícilmente verían más de un puñado de horas al año implica una gran riqueza lingüística.
   En la primera mitad del siglo XX, los sociolingüistas estaban deseosos de algún género de teoría que diera amparo a la multitud de estudios empíricos existentes, de modo que acogieron la tesis de Sapir-Whorf con satisfacción. Poco después se expandió el estructuralismo y los lingüistas la abandonaron con la misma satisfacción con que la habían acogido. Pero el virus ya estaba en circulación y los siguientes en contagiarse fueron los antropólogos. Deseosos de dar una fundamentación al relativismo que Franz Boas había puesto en circulación contra el eurocentrismo de la antropología evolucionista decimonónica, Sapir y Whorf aparecieron como los profetas de una nueva verdad.
   A finales de la década de los 60, Eleanor Rosch y, posteriormente, Brent Berlin y Paul Kay, demostraron la falsedad de la tesis de Sapir-Whorf. Sus estudios pusieron de manifiesto que la percepción de los colores no depende del número de palabras que se tengan para ellos. Fácilmente hallaron una serie de patrones comunes que permitían articular las divisiones entre colores en las más diferentes categorías. Ciertamente, hay lenguas que hacen sutiles distinciones ausentes en otras lenguas, pero esas sutiles distinciones no se hacen en lugar de otras más burdas y universales, se hacen además de ellas. Es, por tanto, ridículo decir que estas lenguas deben ser inconmensurables con el resto.
   Para cuando los antropólogos comenzaron a renegar de la consabida tesis, ésta ya había dado el salto a otra disciplina, la filosofía. Los filósofos no sólo mostraron una propensión fuera de los común a contraer la enfermedad sino, lo cual es más preocupante, una enorme resistencia a cualquier tipo de tratamiento, ya provenga de la más pura lógica, de la experiencia o de su práctica cotidiana.
   Yo tengo un amigo que, cada vez que le digo, "fíjate qué casualidad, ha ocurrido que...", él me mira condescendiente, sonríe y me dice: "las casualidades no existen". Por ejemplo, supongamos que yo le dijese: "fíjate qué casualidad, una semana después de salir los papeles de Wikileaks sobre Guantánamo van y matan a Bin Laden, gracias a las confesiones de un preso de Guantánamo". Él me miraría, sonreiría condescendientemente y me repetiría: "las casualidades no existen". Si yo le dijese: "pues, casualmente, la aceptación de la tesis de Sapir-Whorf en filosofía es contemporánea con la explosión de las campañas de marketing", estoy seguro que él me respondería...
   Tengo que reconocer que, en efecto, aquí hay algo que no cuadra. Los filósofos llevan más de cuarenta años afirmando que es imposible pensar lo otro, que no hay manera de meterse en la cabeza de una persona de otra cultura y ver el mundo como él lo ve. Sólo un esquimal puede saber cómo piensa un esquimal y esto se puede reiterar a múltiples niveles: sólo un gitano sabe cómo piensa un gitano, sólo una mujer sabe cómo piensa una mujer y sólo los vecinos del quinto podemos saber cómo pensamos los vecinos del quinto. Sin embargo, hay unos señores que llevan cuarenta años averiguando, precisamente eso, cómo piensan los otros, cómo meterse en sus cabezas, cómo ver el mundo igual que ellos lo ven. A estos señores se los suele llamar técnicos en marketing y algo de razón deben tener cuando mueven un negocio de varios miles de millones de euros anuales. De modo que aquí nos hallamos ante una disyuntiva incómoda: o bien los técnicos en marketing son unos estafadores y es imposible averiguar cómo piensan los habitantes de la India o bien son unos estafadores los que defienden la inconmensurabilidad entre las culturas. Mi amigo, el que no cree en las casualidades, dice que no se trata de una disyuntiva, que en realidad, ambos forman parte del mismo tinglado. Me cuenta que los teóricos de la inconmensurabilidad sólo han lanzado una cortina de humo consistente en negar que fuese posible lo que los técnicos de marketing estaban de hecho haciendo con nosotros. Yo no quisiera ser tan radical, pero sí creo tener una pista sobre quién nos ha estado mintiendo: la India está infectada de carteles de Pepsi-Cola.

   1 La historia completa, mucho mejor contada, la pueden encontrar en el magnífico blog de zrubavel Pons asinorum.

jueves, 18 de agosto de 2011

Perdidos en la traducción (1)

   Lost in Translation es un maravilloso disco de Roger Eno de 1994, inspirado en el muy herético y medieval pensador flamenco Walthius Van Vlaanderen y con canciones en latín. Tan flamenco y hereje fue el tal Van Vlaanderen que sólo parecen conocerlo Roger Eno y en su casa a la hora de comer. En cuanto al “latín” de las canciones, mejor no hacer comentarios. Sabiéndolo o no, Sophia Coppola tomó este título para una película con Bill Murray y Scarlett Johansen. Narra la historia de dos personajes, perdidos en sus vidas, que se conocen en uno de los peores sitios para encontrar nada: Japón. La cámara de Coppola no les ofrece asideros, ni les muestra el camino, se limita a acompañarles en su deambular por un país inverosímil. En una escena, el actor venido a menos que encarna un superlativo Bill Murray, tiene que rodar un anuncio. El director de rodaje no parece estar muy satisfecho con su trabajo, de modo que le suelta una larga parrafada. La traductora que acompaña al personaje de Bill Murray no acierta a decirle más que “more intensity”. El actor vuelve a intentarlo, pero le vuelven a largar otra parrafada cuya traducción al inglés parece ser, de nuevo, “more intensity, more intensity”.
   Antes que el título para un disco y de una buena película, “Perdidos en la traducción” debería ser el título del volumen dedicado a la filosofía del siglo XX de cualquier historia de la filosofía. Los filósofos del siglo XX se han dedicado a discutir sobre el sexo de las traducciones mientras los nuevos otomanos barrían a mazazos la cultura clásica. Cualquier estudiante aceptable será capaz, al finalizar su carrera en una facultad española, de recitar cual papagayo las consecuencias básicas de la tesis de Sapir-Whorf, los problemas implícitos en la fusión de horizontes de que hablaba Gadamer y las perspectivas que se abren a las investigaciones sobre los tipos de racionalidad. Si se trata de un estudiante aplicado, hasta será capaz de soltar todos estos truismos antes de que Ud. logre parpadear. Si, no obstante, consigue reponerse o, en caso de que Ud. tenga realmente talento para estas cosas, parar su retahíla, le resultará tan fácil descolocarlo como lo es desmontar todos estos “hechos”. Porque lo cierto es que la tesis de Sapir-Whorf no es un hecho, es una tesis, aún más, una tesis refutada (en contra de lo que quería Popper, sólo fuera de la ciencia existen las refutaciones) y la imposibilidad de la fusión de horizontes es una memez digna de Gadamer, a la que cualquier estudiante de filosofía africano es su justa respuesta. Sí, sí, hay estudiantes de filosofía en Africa, aún más, hay filósofos en Africa. Siempre los ha habido, ¿no se acuerda Ud. de San Agustín? En cambio, lo de los tipos de racionalidad es cierto, básicamente existen dos, la de los que no son capaces de recitar más que tristes tópicos típicos y la de aquellos pocos a quienes los eslóganes de la tribu les suenan muy raros (algo que, con frecuencia, les convierte en raros a ellos mismos).
   Vamos a empezar por el principio. Traducir no es una tarea fácil. Yo la consideraba imposible y la esquivé tanto como pude, hasta que me hicieron una serie de propuestas que no pude rechazar. Lo que realmente me ponía nervioso de la traducción no era encontrar las palabras adecuadas, que las encontraba, el problema era de estilo. Si traducía del modo que me parecía correcto, me sonaba todo arcaico y artificial. Si traducía de un modo mucho más elegante, temía estar traicionando lo que decía el texto. Dudaba con cada línea, hasta que me encontré una con la que, simplemente, ya no podía. Tras muchas idas y venidas, busqué alguna traducción ya hecha de un párrafo semejante. Encontré una, de una persona a quien conocía. Sabía que era un auténtico perfeccionista, una persona quisquillosa con los términos, profeta de la fidelidad a los textos y exigente hasta el límite. Para mi sorpresa era muy parecida a la que le hacían al personaje de Bill Murray en la escena ya comentada. Me quitó todos los complejos. Desde entonces, cuando alguien me habla de Gadamer, de fusión de horizontes, de tipos de racionalidad y todo eso, tengo por costumbre contrastar sus traducciones con el original. Ahora que nadie nos oye contaré lo que he descubierto: todo el mundo traduce como puede y, sin embargo, ¡funciona! El problema de la traducción no es que sea imposible, el problema de la traducción es que es imposible que sea buena con lo que pagan por traducir.
   Que los traductores son traidores, que no hay una traducción fiel, que la literalidad es imposible cuando se pasa de un idioma a otro, pues sí. ¿Y qué? Voy a poner ejemplos de filosofía porque es lo que mejor conozco, pero lo que aquí digo se puede aplicar por igual a la religión, la literatura y hasta la ciencia. Supongamos un autor que escribió en una lengua ya muerta. Supongamos que sus escritos son trasladados a otro país, algo lejano y que ese país es invadido por gente de otra procedencia. Por una extraña veleidad sus textos son traducidos al idioma de los invasores y, andando el tiempo, son llevados miles de kilómetros más lejos, hasta otra frontera en la que son traducidos a la lengua que hablan gentes que luchan contra esos invasores. ¿Cuántas traiciones habrán sufrido esos textos en esta sucesión de traducciones? ¿cuántas tergiversaciones? ¿cuántos fragmentos, si no libros enteros, habrán perdido su sentido original? ¿cabe esperar que unos textos así traicionados, mutilados, tergiversados, encuentren una sola persona a la que le interesen? Bueno, la verdad es que no encontraron una persona, encontraron una legión. Esta es, precisamente la historia de los textos de Aristóteles y de cómo llegaron al pensamiento cristiano. Las traiciones, las mutilaciones, las tergiversaciones que sufrieron en las sucesivas traducciones no impidieron de ninguna manera que el aristotelismo conquistara primero el pensamiento musulmán y, después, el pensamiento cristiano. Aunque, quizás, habría que decirlo de otra manera: el pensamiento de Aristóteles conquistó el mundo musulmán primero y el cristiano después gracias a las traiciones, tergiversaciones y mutilaciones que sufrió por parte de sus traductores. Si un texto no se traiciona,  no se tergiversa y no se mutila, es que no se lo lee. Esto es algo así como lo que ocurre con las culturas. Una cultura que no cambia, que no incorpora elementos nuevos, que se conserva prístina, o está muerta o está en vías de extinción.
   En realidad, la gran tergiversación que sufrió Aristóteles no provino de sus traductores, fue muy anterior. A su culpable se lo conoce: Andrónico de Rodas. La gran tergiversación de Aristóteles ha sido convertirlo en autor de un libro que ni escribió ni tuvo intención de escribir nunca, la Metafísica. Y esto, amigos míos, es lo que saben los editores y los hermeneutas no parecen ni habérselo olido: cuando un texto llega a manos de los traductores, ya ha sido manipulado y deformado de un modo que puede haber cambiado por completo su sentido. De buena parte de los libros de filosofía conservamos su edición en formato estándar, es decir, con tapas más o menos duras que marcan su principio y su final. Pero de la mayor parte de la filosofía, es decir, de la mayor parte de los escritos de los autores de filosofía, no sabemos, ni siquiera, si pretendían que formaran algo. Los hay  fáciles de editar, otros plantean inmediatamente preguntas clave: ¿dónde colocar una nota marginal que en el texto no se indica dónde colocar? ¿qué es una disgresión y qué una nota a pie de página? ¿qué es una tachadura intencionada y qué un borrón no intencionado? si en el manuscrito figura un “no” y en el libro editado por el autor está ausente ¿es una errata o una corrección de última hora? Es al linealizar los textos cuando se toman decisiones que pueden cambiar de modo trascendental su sentido. Frente a este poder, la capacidad de alterarlos mediante la traducción palidece como simple cuestión de estilo.